Porlamar
25 de abril de 2024





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Eterno descanso
Pago y veo que la bolsa de plástico, que a mis sandalias envuelve, aún sigue en mi mano; detallo cada una de las bolitas amarillas, marrones, naranjas y moradas que han luchado por seguir cubriendo su cuero vencido.
Dalal El Laden ladendalal@hotmail.com Facebook: Vereda anónima

8 Feb, 2014 | En cuanto salgo del local donde reparan calzados, me doy cuenta de que todo en mí huele a fritura. Tan sólo doy un paso y pido:

-Una empanada de cazón, por favor.
Pago y veo que la bolsa de plástico, que a mis sandalias envuelve, aún sigue en mi mano; detallo cada una de las bolitas amarillas, marrones, naranjas y moradas que han luchado por seguir cubriendo su cuero vencido y me parece que, por segundos, estos colores calman tanto el conducir inhumano de muchos choferes como mi desesperación ante la contaminación auditiva en esta cada vez más poblada ciudad.

-¡Qué tristeza! Aparte de bonitas, ¡eran tan cómodas! –tras escucharme, al señor Luis se le forma una tímida sonrisa, y percibo que ésta tiene mucho de la que en este instante se ha apoderado de mis labios.

-Esta vez no puedo hacer nada por ellas, hija, pero por cómo las veo y por lo que usted me ha contado, las pobrecitas ya han aguantado bastante, son muchos años ya; seguramente, si hablaran, pedirían un eterno descanso.
Los primeros pasos que mis sandalias y yo dimos juntas, hace más de cuatro años, fueron por aquel pueblo donde viví, sobre las angostas calles empedradas con olor a pan recién horneado adornado con el canto del río, que le otorgaba a ese rincón del mundo también un olor a paz.

Al darle el último mordisco a la empanada, retomo la bolsa que había dejado descansando entre mis pies, y al iniciar mi marcha me detiene un nada ligero temblor en mis piernas. Abro y de inmediato vuelvo a cerrar la bolsa que hace juego con el verde del cesto para la basura que, me atrevería a jurar, ha dado un gran brinco desde no sé dónde para aterrizar aquí.

-La vida duele, hija, ellas también necesitan un eterno descanso –el señor Luis sigue en su local, que casi tiene sus muchos años, pero vuela hasta mí su voz, ahora titubeante ante la alarma descontrolada de uno de los vehículos mal estacionados sobre el puente, que hace que mi temblor se intensifique; y más se intensifica al también volar hasta mí el roce

–tras yo haber comprado el pan recién horneado- de esas aparentemente tiernas manos sobre el cuero de estas mismas sandalias, hasta dejar mis pies desnudos.

-Todos merecemos un eterno descanso, hija.
Deposito la bolsa en el cesto al que agradezco que esté aquí, justo ahora, a mi lado, y –como por obra de aquel maravillosamente mágico pueblo donde viví- se esfuma todo temblor y sigo mi camino.




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