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29 de marzo de 2024





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El margariteño: la vena invisible (3)
Una sola mirada, y nos colma el universo; en una sola palabra cabe todo lo que haya que decir, por un solo punto pasan todas las curvas y rectas posibles, en una sola inhalación respiramos la vida entera.
Ramón Ordaz | rordaq@hotmail.com

27 Ago, 2014 | El hombre funda familia, crea partidos, asociaciones; se acredita reconocimientos, homenajes y premios; viaja, se retrata en el Coliseo romano, visita la Acrópolis, el Escorial, se pasea por Duvronik, las islas de Malta y Mikonos; y, al final, se percata de que está solo, de que su destino es el mismo del Sergio Stepansky de León de Greiff: "Juego mi vida, cambio mi vida,/ de todos modos/ la llevo perdida…". Ese patrimonio inmaterial de tantas vueltas, si no se concreta en realizaciones que superen el lúdico torneo turístico, concluye en hastío, en el interminable bostezo de ese ciudadano al que nunca han satisfecho la inocente lejanía de las Cabrillas, la flecha de luz de Sagitario, el cromático espectáculo de un atardecer en Juan Griego.

Una sola mirada, y nos colma el universo; en una sola palabra cabe todo lo que haya que decir, por un solo punto pasan todas las curvas y rectas posibles, en una sola inhalación respiramos la vida entera. Pero la inconformidad es el síndrome mayor de nuestro tiempo, porque tienta el espejismo de tantos yuanes, euros y dólares embozadamente repartidos en las arcas privadas y oficiales. Nadie arriesga lo que posee, si es que algo posee; arriesga la cordura, la sindéresis, la posibilidad de estar en paz consigo mismo, esa simpleza que a los tontos cuesta una fortuna. ¿Me explico?

Divago, lo sé, intento entrarle a un tema que me late, que me desasosiega, que corre por la piel como un sudor espeso que se adhiere a los huesos, que no me abandona, que no evapora ni la más pertinaz brisa marina; sonámbulo en un trópico que siento más ajeno, menos mío; huyendo, sin propósito, de una pesadilla que amanece y no es mía la franquicia del sueño, no es mío este presente que ha borrado su infancia, de señales adustas que llenan de escozores la memoria feliz que dejaron los abuelos; de un sitio a otro, jugando a nada, hurtándome a mí mismo la ilusión de ayer. Cuando todo era mío, pocas puertas quedan por donde entrar. Siempre fuimos extranjeros en esta historia; siempre llegaron de otra parte los pobladores de las islas; cada advenimiento, cada acto de posesión construía un nicho de identidad que fuimos heredando, nutriendo, y en ese celo continuo se formó la distinción del margariteño.

Así se nos volvieron familiares los Stohr, los Cervigón, los Bougrat, los Mourne, esa raíz profunda que se adentra en lo nuestro, de asimilación de una cultura, no solo para estudiarla, sino para convertirla en una clara manifestación de pertenencia; ese sentido de lo propio de lo que hoy, lastimosamente, reniegan muchos nativos que trasquilaron su pasado, entregados al hedonismo y la voracidad del dinero fácil, al éxtasis que ahora los vuelve extraños, como venidos de otro planeta.




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