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¿Cuánto vale tu columna, pregonero?
Como intelectuales, el ejercicio de la palabra que asumimos es de nuestra absoluta responsabilidad, es decir, la cosmovisión individual de alguien que, dentro del pluralismo que reza la Constitución, hace valer un derecho que le otorga la República.
Ramón Ordaz | rordazq@hotmail.com

25 Ago, 2016 | Me preguntaba un lector que cuánto le pagaban a un columnista por atacar o defender al gobierno. La pregunta me dejó “ponchao”, por lo que tuve que dar algunas razones, ignoro si convincentes. Los pagos, cuando los hay, son cargos y canonjías. De allí que pase a explayar públicamente algunos juicios más acabados para satisfacer, en primer, mis dudas, y luego, tal vez, a mi lector.

Lo primero es que el columnista de un periódico no debería obedecer a una razón de partido o de gobierno, y es público y notorio que ocurre. Que sea militante de un partido político no es lo que se cuestiona, si no que haga de la trinchera periodística una tribuna de su partido o secta. En nombre de la diosa Opinión y de su desprestigiada sirvienta la “libertad de expresión”, preferimos dejar de este tamaño el asunto porque expuestos quedamos a que nos sepulte la basura retórica que esgrimen, por lo general, quienes detentan el poder político y que aspiran a eternizarse, a que los jubile la muerte allí. Ayer, como hoy, la historia es la misma.

Como intelectuales, el ejercicio de la palabra que asumimos es de nuestra absoluta responsabilidad, es decir, la cosmovisión individual de alguien que, dentro del pluralismo que reza la Constitución, hace valer un derecho que le otorga la República. La lógica más elemental nos dice que no hay pensamiento colectivo; no es posible. Que tal o cual se haga vocero del cuerpo de ideas surgidas de un partido o de un colectivo, ese es otro cantar. Es lo que a menudo vemos, funcionarios o agentes de una militancia política “vomitando”, en la columna donde se han posicionado, banderas, banderines y estandartes que arropan, no sé si tan inocentemente, al lector, por quien tenemos y mantenemos un sumarísimo respeto.

Como escritores, si una tarea tenemos no es otra que la de ser puente, a conciencia de que lo que pase por debajo o por arriba poco importa, pero que suponemos debe estar calzado y casado con la libertad de tránsito. Al margen del poder, la libertad es siempre un horizonte a conquistar; cuando se está en él, la libertad es incómoda, transgresora, una puta a quien hay que imponerle un Jack, el Destripador. Es esa la pobre dialéctica de la realpolitik, ante la cual siempre tomamos distancia.

Ser libres, es un riesgo que asumimos; ser “libres”, pero permanecer atados al botalón del amo que es efecto y causa del paroxismo de un partido circunstancial, si no es la muerte, es el cadalso en vida, la alienación más espantosa, estúpida, que ni el mismo Marx toleraría en su tiempo. Un gobierno serio asimila y agradece la crítica. Lo paradojal del asunto es que los amancebados en el poder, generalmente funcionarios otoñales, tal vez para sumar puntos de obediencia que desde su cuartel agradecen los militares, sean los más recalcitrantes defensores hasta de la peor de las gestiones. ¡Claro que merecen un aumento de sueldo!




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