17 Ene, 2017 | “Nadie es una isla entera en sí mismo; cada hombre es un pedazo del continente, una parte del todo; (…) la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque formo parte de la humanidad; y por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.

La expresión del poeta John Donne, cargada de místico sentimiento, me permite rendir tributo a Manuel Antonio Narváez Silva, “Toñito” Narváez para todos en Margarita y Coche, quien entregó su cuerpo a la inevitable muerte, pero dejó huella imborrable de su calidad como ser humano y como médico, siempre al servicio de los demás, especialmente de los más desposeídos, quienes le prodigaban querencia y respeto. No por nada, a pesar de su intelecto, le era imposible recordar el nombre de sus muchísimos ahijados, y a veces hasta de sus múltiples compadres.

Conocí al doctor “Toñito”, siendo yo un muchacho al cursar segundo año con su hijo José Antonio, estableciendo un sólido afecto personal, extensivo a toda la familia: su inseparable esposa Lothia y sus otros hijos “Toñito”, Carlitos, Rafael, “Catano”, “Jando”, Ricarda y Lotica.

En su biblioteca hacíamos los trabajos y disfrutaba de sus libros, compartiendo conversación cuando en momentos de descanso, pasaba por ahí para ver cómo íbamos en nuestras asignaturas. Así transcurrieron los años y siempre nuestro trato fue cordial, con espacio para el análisis serio y el humor certero de los margariteños.

Falleció “Toñito” Narváez y las campanas de la vieja catedral doblaron por él y por nosotros; por ese ilustre asuntino que se fue y por la gran pérdida que todos compartimos.