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Tengamos siempre un cuaderno de notas
Justo hoy leí el capítulo quince, dedicado a Ahmet Rasim, del que se me hace imposible no transcribir gran parte en este espacio, debido a la gran sensibilidad que hay en él y, sobre todo, a que alienta, a quienes nos gusta escribir, a seguir haciéndolo, ya que siempre, siempre habrá algo que ver que desearemos plasmar, y que alguien querrá leer.
Dalal El Laden /http://dalalelladen.blogspot.com / Facebook: Vereda Anónima

13 May, 2017 | “La belleza del paisaje está en su amargura”. Al leer la novela “El Museo de la Inocencia”, de Orhan Pamuk, mi emoción fue tanta (hasta las lágrimas, lo confieso, soy muy romántica) que, al ver “Estambul. Ciudad y recuerdos”, su autobiografía, en la pasada Feria Internacional del Libro del Caribe, no pude no llevármela a casa. Esta obra inicia con esta cita de Ahmet Rasim, “uno de los más grandes escritores de Estambul”, cita por la que supe que yo no iba a soltar sus páginas que me han hecho encariñarme muchísimo con el niño, joven y adulto Orhan.

Justo hoy leí el capítulo quince, dedicado a Ahmet Rasim, del que se me hace imposible no transcribir gran parte en este espacio, debido a la gran sensibilidad que hay en él y, sobre todo, a que alienta, a quienes nos gusta escribir, a seguir haciéndolo, ya que siempre, siempre habrá algo que ver que desearemos plasmar, y que alguien querrá leer:

“…lo que de verdad determinó la voz y el estilo de Ahmet Rasim fue el que se tratara de un periodista que se ganaba la vida con sus escritos, un columnista (…) Como la política, que tampoco le emocionaba demasiado (…), era un tema peligroso e imposible a causa de la presión y la censura estatales (…), dedicó todas sus fuerzas a observar con placer y avidez la ciudad en que vivía. (‘Si no encuentras tema a causa de las prohibiciones y la estrechez de la política, trata los problemas municipales y la vida de la ciudad porque eso siempre se lee’. Es el consejo que escribió hace ciento treinta años un columnista estambulí).

Así pues, Ahmet Rasim, a lo largo de medio siglo, escribió sin parar sobre todo lo que se refiriera a Estambul: de los diversos tipos de borrachos a los vendedores ambulantes de los suburbios; de los dueños de los colmados a los malabaristas callejeros; de los músicos a los pordioseros; de la belleza de los barrios del Bósforo a las tabernas; de las noticias cotidianas a las de la Bolsa; de los parques, plazas y lugares de diversión a los mercados semanales; de las bellezas individuales de cada estación del año a las muchedumbres; de los juegos con bolas de nieve y trineos a la historia de la prensa; de los cotilleos a los menús de los restaurantes. Le encantaban las listas y las clasificaciones y tenía una mente inclinada a buscar diferencias de talantes, personalidades e idiosincrasias. La misma emoción que un botánico puede sentir ante la diversidad y la riqueza de las plantas en un bosque, la sentía él por la occidentalización, por las emigraciones, por los caprichos de la Historia y por la diversidad de la ciudad, capaz de crear cada día una novedad, una rareza, un hundimiento o una estupidez. Su consejo habitual a los jóvenes escritores era que cuando paseasen por la ciudad llevaran consigo ‘siempre un cuaderno de notas’.

Las mejores de aquellas notas de prensa escritas a toda velocidad entre 1895 y 1903 fueron reunidas por Ahmet Rasim en un volumen titulado Cartas de la ciudad (…)

Estos artículos dirigidos a la ciudad y a sus habitantes, que desde Ahmet Rasim a Burhan Felek han practicado tantos columnistas a lo largo de todo el siglo XX (…) han tenido una segunda utilidad aparte de la de reflejar los colores, los olores y los sonidos de Estambul y el humor y el temperamento de sus autores (…) Como era peliagudo criticar al sultán, al Estado, al gobierno, a la policía, al ejército, a los líderes religiosos y a veces incluso a los ayuntamientos, solo había un objeto en el que la elite ilustrada pudiera verter el fuego de furia y crítica que les consumía por dentro y lo encontraron en la gente indefensa y anónima, en los estambulíes que deambulaban por las calles de la ciudad cada cual dedicado a lo suyo. Que hoy podamos saber lo que hacían en las calles, lo que comían, de qué hablaban o qué ruidos producían en los últimos ciento treinta años los ciudadanos que no tenían tanta educación como los lectores de periódicos y los columnistas, se lo debemos a las obsesiones de los corresponsales de la ciudad…”.




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