Porlamar
16 de abril de 2024





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El café de una madre lo marca a uno de por vida
Sí, quería café. Caminé menos de una cuadra y logré ver en una esquina continua al museo un gran aviso verde con una taza humeante pintada y letras grandes que decía: "Starbucks". Siempre había oído hablar de esa franquicia pero a mis veinticinco años nunca había probado su café.
Juan Ortiz | Instagram: Juanortiz_c | Twitter: Juanortiz_12

30 Ago, 2017 | Acababa de salir de la Catedral de Notre Dame, en París, sorprendido por lo mercantilista que se había tornado la fe pero maravillado con el arte gótico de sus estancias, con el olor a ese pasado en el que quise haber vivido y que ese día me recibía con lo mejor de su sustancia, sustancia que ahora recuerdo y que mientras viva no se borrará de mi mente. Era martes por la tarde, hacía frío para un margariteño, 14 grados bajo el sol de Francia. De allí, de la catedral, caminé al Louvre.

Hice el recorrido habitual de los turistas por 12€, si bien todo era impresionante yo buscaba ver solamente la Gioconda, sonará cliché pero era mi sueño, y lo logré, aderezándolo con miles de obras exquisitas que espero pronto volver a ver. Salí maravillado, con una sed ajena al agua visitando mi intestino que pedía a gritos hondos ser saciada y que mi vieja, a siete mil trescientos cuarenta kilómetros de distancia, sabía muy bien como calmar.

Sí, quería café. Caminé menos de una cuadra y logré ver en una esquina continua al museo un gran aviso verde con una taza humeante pintada y letras grandes que decía: "Starbucks". Siempre había oído hablar de esa franquicia pero a mis veinticinco años nunca había probado su café. Las instalaciones espectaculares, los dulces, para acompañar la fragante bebida, de todos colores y tamaños. El vapor mágico inundaba cada espacio, me sentía en el paraíso. Fui, hice mi cola, pedí -entre todos los cincuenta y cuatro sabores existentes- el expreso y, para degustar, un ponquecito de zanahoria. Me dieron mi orden, mi vaso inmenso, oloroso a gloria, mi dulce y fui a sentarme. Preparé todo muy religiosamente y -con mi saliva inundando toda mi boca y todos mis sentidos activos- me dispuse a probar el elixir... ¡Qué decepción! ¡Pura agua!... Si ese era el expreso, no me quise imaginar el guayoyo. No, no me lo terminé, full picado y desanimado lo boté al instante en la basura.

No quise darle el mismo crédito al postre y, luego de respirar hondo, lo probé. Estaba bueno, me calmé más, salí del local pensando en el café borrero de mi madre frente al mar, en la ranchería de Felipe Veda y cerré la página del incomodo incidente. Terminé mi estadía en Francia, me fui al Charles de Gaulle, llegué a Barajas y de allí, unos días más tarde, a Maiquetía y luego al Santiago Mariño. Un mes después me recibía como licenciado en Educación y era asimilado por Unimar para dar la cátedra de Arte y Cultura, la cual desempeñé en los siguientes seis años. Me tocó aprenderme todo el contenido en dos semanas, me lo propuse y lo logré.

Aún hoy, ocho años después, tengo la dicha de ser etiquetado en publicaciones en las redes por mis antiguos alumnos haciendo mención de mi desempeño como docente en aula, agradecidos de haber visto esa clase conmigo, una pequeña cátedra de hora y media a la semana. Halago que me hacen, que acepto, agradezco y valoro como lo realmente importante para mí como docente. Recuerdo claramente ese martes a las 10:05 p.m., la clase era hasta las 11:05 p.m. Me encontraba dibujando en la pizarra el mapa de Mesopotamia al tiempo en que los muchachos hablaban, mientras dibujaba los ríos Tigris y Éufrates no puedo evitar escuchar una voz aguda e incisiva que decía, muy pretenciosamente:

-Si no han ido al Louvre, admirado sus obras y luego, al salir de allí, ir caminando a ver el Sena para después ir por un rico café a Starbucks, no han vivido...

Me fue imposible no detener el trazo de mi marcador, voltear y replicar casi al instante, habiendo remembrado todo el trauma vivido:

-Mire, señorita, si usted no ha ido a la ranchería de Felipe Veda cuando el sol está cayendo y el mar habla bajito con voz tenue a quien le mira mientras degusta el café borrero de mi madre, usted, lamentablemente, ni ha tomado un buen café ni ha vivido.

Todo se hizo silencio, la muchacha no encontró qué decir, los alumnos me miraron extrañados. Terminé el mapa, expliqué la clase y ahora, ocho años después, se están enterando por las redes el por qué de lo sucedido.




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