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Nimitztlazotla, Oaxaca*
Los sitios arqueológicos robaron nuestra atención, pero aún más la nobleza y la hospitalidad de los oaxaqueños. No dejábamos de asombrarnos ante tanta amabilidad.
Dalal El Laden / ladendalal@hotmail.com

15 Sep, 2017 | Llegamos una noche fresca de abril. Nos dijeron que había llovido fuerte. Ya en la habitación del hotel, alistándonos rápidamente, mi hermana y yo nos dirigimos al zócalo de la ciudad. Un sinfín de melodías animaba a los comensales quienes, sentados en los portales, saciaban su hambre con unos chapulines bañados de limón que, siendo sincera, me causaron un ligero escalofrío tras aterrizar en mi boca. Entre moles, tlayudas, tamales y chocolates, mi emoción se acrecentaba cada minuto más y más. Estaba en Oaxaca.

Los sitios arqueológicos robaron nuestra atención, pero aún más la nobleza y la hospitalidad de los oaxaqueños. No dejábamos de asombrarnos ante tanta amabilidad.

Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que eran dos Oaxaca. Una, la del ambiente turístico-festín que habíamos presenciado horas antes y otra, muy diferente, la de los pueblos áridos y desconsolados que albergan a quien realmente es su gente.

Fue precisamente su gente la que nos mostró cómo obtienen el mezcal, el método de fabricación de sus hermosos y valiosos tapetes y rebozos, y la que nos abrió las puertas de sus talleres de finas artesanías.

Conocimos a don Valente Nieto Real. Sus manos manchadas, su imagen sumisa, sus ojos despiertos, su boca risueña, avivaron mis latidos. Una tonada oaxaqueña, de entre los aires, había aterrizado sobre una partitura amarrada a una pared: “Barro de fe, barro de amor vibrando santa melancolía, símbolo fiel del dolor que canta en la raza mía... Cántaro fiel, timbre racial del zapoteca bronceado y fuerte, ya lleves agua o mezcal le sirves hasta la muerte”.

Don Valente nos habló de los inicios de su taller, de su madre, doña Rosa Real, quien fue la que accidentalmente descubrió que tallando el barro negro -ya trabajado y seco, con un cuarzo- éste obtenía el brillo que hoy le caracteriza, logrando con esta revelación que su empresa creciera y obtuviera la fama y el éxito con los que cuenta.

Lamentablemente, los que no tienen sus propias empresas, en un principio buscaron una esperanza en el campo, sin embargo, al no contar con el suficiente apoyo para trabajarlo y poder así vivir dignamente de él, han decidido salir a la ciudad -a esas calles donde pareciera que todo fuera color de rosa- a comerciar sus tan bien hechos trabajos textiles y artesanales. Esas mujeres de mirada agachada, de cuerpos escondidos bajo sus coloridos rebozos, mientras lloran por unos pesos y malbaratan sus trabajos, duelen. Oaxaca, la Oaxaca verdadera, duele. Duele en el alma saber que hay tanto, que hay para todos, pero que son pocos los que tienen.

Aunque los poderosos no dicen nada, aunque el pueblo -por no tener otra salida- calla, el talento de los oaxaqueños no es un secreto para ellos ni para nadie. Era para que ese pueblo tan rico -en historia, cultura, arte y territorio- y noble viviera otra realidad. Salí de esas tierras con alegría aunada a tristeza e impotencia. Inocentemente me creí consolada al imaginarme algún día no muy lejano de regreso y al repetir en mi mente una frase que, si bien sabía que no estaba en zapoteco ni en mixteco, sino en náhuatl, sentí tan dentro de mí: Oaxaca, nimitztlazotla ica nochi noyollo (Oaxaca, yo te amo con todo mi corazón).

Comala, Col., 4 de junio de 2010.

*”Nimitztlazotla, Oaxaca”, del libro “Hasta donde me permita la vida”, de Dalal El Laden.




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