Porlamar
28 de marzo de 2024





EL TIEMPO EN MARGARITA 28°C






Se llamaría Luis Castro
Nada más fulminante y pecaminoso como el rayo del dios del amor, porque sus travesuras enterraban sus dardos en esa edad de la inocencia de unas décadas que remontaban el mil novecientos, ignorante, como pudo ser, de que entrábamos de frente al siglo XX, desnudos y en una precariedad indeseable.
Ramón Ordaz | rordazq@hotmail.com

12 Oct, 2017 | La vena juglaresca del poeta Luis Castro tiene parte de la herencia que corre por su ombligo en Los Hatos. Víctor Ordaz fue su padre, el mismo que en su aventura marinera atracó un buen día en Pueblo de la Mar.

En una de esas tardes luminosas que hasta bien entrada la noche prolongaba el faro de Porlamar, Teodora Castro, acicalada por la luz de astros lejanos, guapa y empolvada por la resecas cayenas que ornaban sus sienes, se daba a caminar hasta Punda acompañada de alegres muchachas de Guaraguao, un corro de superlativas orfandades sentimentales, porque la majestuosa frecuencia de tantos horizontes de ensueño frente al mar, las arrojaba en esa soledad a la búsqueda de Simbad el Marino o de un desorientado Ulises en la ebriedad del puerto.

Cadencias y perfumes arrastrando millas náuticas entre la bruma del mar. El héroe de historias azules nunca llega para dar fe del libreto que el ocio creador echó a volar para encender la imaginación de adormecidos espíritus. El galán de folletín no tendría otra fachada que la que exhibía el cotidiano estraperlo de su oficio.

Contrabandista y mercante de la isla con las costas deltanas, Víctor Ordaz, en uno de sus tantos abordajes por las calles de Porlamar, cruzaría su estela marinera con la órbita alucinada de las Cabrillas que se paseaban todas las tardes bordando y bordeando también las playas de Buena Vista.

Nada más fulminante y pecaminoso como el rayo del dios del amor, porque sus travesuras enterraban sus dardos en esa edad de la inocencia de unas décadas que remontaban el mil novecientos, ignorante, como pudo ser, de que entrábamos de frente al siglo XX, desnudos y en una precariedad indeseable.

Ese es el amor, cantaría décadas después el argentino Leonardo Fabio. Amor rapaz y fugaz, tórtolo y tórtola se fueron por el pico al suelo hasta dejar en improvisado nido el huevo de la discordia. Ese es el amor.

Tan pronto como consumaron la vespertina pasión de la carne inaudible, el fuego en que cebaron sus líricas redenciones para trascender el estupor de siempre lo mismo, tan pronto como entendieron que marinero en tierra no empeña el bote porque la mar lo espera, el frágil hilo de la palabra se pulverizaba, no era más que cenizas que se sumaban a las que quedaban del fuego de unas noches fecundas, pero destinadas a la pérdida, a la separación.

Cada amanecer era un poema para Teodora, trasnochada, deslumbrada, su fértil cintura ceñida por ocasos de amor, abrumado su cuerpo de estatuaria sirena con los laureles de poesía de Pedro Navarro González que el cadencioso recitativo de Víctor derramaba seductor, incontinenti, en los sedosos oídos del entonces paraíso de Teodora Castro. Una noche de luna menguante desapareció Víctor Ordaz. La luna que redondeaba su vientre era de poesía, se llamaría Luis Castro, no Luis Ordaz.




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