18 Ago, 2018 | Las gentes que poblaban la gran planicie, entre los anchos cuerpos de agua de caudal nervioso, y a veces iracundo, hacia el norte, y el mar y las azules cumbres por el lado del naciente, y que vivían en oscuras grutas excavadas en la playa arenosa de los ríos, solían enfrentarse, de modo cada vez más violento y en los últimos tiempos harta frecuencia, con aquellas asentadas en la orilla de los bosques y de las tierras fértiles del oeste.

Ignoraban el arado, carecían de establos donde guarecer vacas y ovejas, y también de los signos aritméticos para llevar cuentas y de las letras del alfabeto con las cuales rapsodas y juglares tejían, en hermosa caligrafía sus trovas, canciones y poemas. Por manera que mientras estas laboraban la tierra, criaban sus ganados y propendían, a la poesía, el sueño del amor y la amistad, aquellas otras rendían culto al acero, tendían a las riñas, a la hostilidad entre sí mismos y hacia todas las poblaciones vecinas.

Ya no era sorpresa ver entonces, hacia los lindes, donde tan precariamente se marcaba una separación entre los grupos vecinos, asolados los viñedos, descuartizadas unas reses y un joven pastor y su perro colgados ambos de la rama de un árbol sacudido por los vientos. Inútiles eran y habían sido las embajadas, los envíos de cónsules y árbitros capaces, con su sapiencia y verbo de juristas y sabios, en dirimir y resolver disputas. La confederación de las tribus de los bosques, de los libros y del arado, se hallaba así bajo aquella continua y fatal asechanza. derechos reservados.