12 Sep, 2018 |
Decir "amar"
levanta una casa
que flota a la intemperie.
Es mucho para la tierra,
como una cruz,
como las verdades,
por eso va de tregua en tregua
sobre las lenguas
en los aires.
Decir "amar"
conmueve los establos,
relinchando animales
en las raíces del cuerpo.
Es más que la rama
sin llegar a ser árbol,
agua que llueve entre dos horizontes
y nada se inunda,
sino el corazón del que extraña.
Cuando esa cima
me visitó la boca
y tú tocabas
la montaña de hojas en mi pecho,
llevé mis labios a mis manos.
Desde entonces
pareciera que he olvidado
como elevar la morada que somos
con un sonido,
pareciera,
pero donde te pongo la caricia
se apagan los ojos,
algo canta
y nos vemos dentro.
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Seguramente,
si dependiera de mí el olvidar tanto,
ya hubiésemos pasado,
atados al riesgo
de la memoria.
Suelo andar olvidando
lo que no pesa,
lo que nada ofrece,
las cosas redondas
que ni una herida dan siquiera.
Todo lo dulce me rebota
en las entrañas.
Si no supiera tu nombre
con algo más que mi recuerdo,
calladamente te hubieses ido,
simple,
al ras vertiginoso del adiós,
y yo estaría en la procesión,
y no llegaría al féretro.
Pero no pasa así,
no en este encuentro,
en este ahora.
Si se levanta un rumor de olvido
voy y lo callo,
con el colmillo amenazante,
y regreso al centro a verte lo Luna,
todo animal
por dentro.
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Esa vez
me encontraba tirado
sobre los signos
del fuego,
disminuido a pequeños caracoles
de mediodía.
Mi cuerpo no sumaba una voz,
parecía un gato desaparecido
—adrede-
luego de estallar a lamidas
una supernova.
Aún así,
muerto y todo,
tus caderas
no dejaban de ser el sol
delante
y detrás de mis ojos.
Contigo siempre es lo mismo:
se revive
y se muere
—voluntaria e involuntariamente-
desde la mitad
de la existencia.