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De cuando en Punta de Piedras se jugaba en el cementerio
Siempre eran más los que jugaban que los que se iban al rayar las tres o cuatro de la mañana.
Juan Ortiz

5 Dic, 2018 |En mi pueblo, Punta de Piedras, hay una creencia que se hizo muy popular y que reza que, en las noches, cuando se juega o se comparte pasadas las doce, lo mejor es alejarse de la iglesia y sus zonas aledañas, e irse a jugar al cementerio.

Esa creencia la introdujo en entre los habitantes mi amigo Toribio. Recuerdo claramente cuando empezó a regarlo por todo el pueblo, de casa en casa, entre los niños y jóvenes, y como también se iba a Las Mercedes y al barrio a contarlo hasta que aquello se hizo una verdad inquebrantable. Tal fue el convencimiento de la gente que hubo un tiempo en que todos hacían lo mismo: cuando la parranda o los juegos pasaban de las doce, se iban al cementerio.

El basamento de tal cuento era bien sólido: los muertos que salen a espantar de noche no se quedan en el cementerio, sino que van a la iglesia a buscar el perdón para poder ir al descanso eterno y poder dejar de espantar, porque en realidad no les gusta. Ahora bien, al salir los muertos a lo suyo dejaban las tumbas vacías, entonces, por mera lógica, el camposanto quedaba solitario y venía siendo un lugar más cómodo y libre para jugar que la misma iglesia y sus alrededores. Así lo dijo Toribio, así se quedó y así fue en la mente de todos por un hermoso tiempo. Toda la idea, la creencia en sí, de cabo a rabo, era perfecta.

Allí todos la pasábamos muy bien, jugábamos el escondido entre las tumbas, contábamos cuentos de terror a la luz de las velas y leíamos las dedicatorias de las lápidas. Yo me entretenía con mis compañeros viendo como los muchachos le inventaban nombres a los que descansaban en las tumbas sin identificación, aunque nosotros sabíamos bien quien dormía en cada lugar.

Siempre eran más los que jugaban que los que se iban al rayar las tres o cuatro de la mañana. Tal era la felicidad que se respiraba bajo las tenues luces del cementerio que podría decirse que se vivía realmente de noche.

El celador hacía rato que había dejado de creer en cuentos de caminos y en aparecidos. No eran las 10:00 p. m. cuando "el señor de las tumbas", como le decíamos, caía tendido como otro muerto más en la casita que le había cedido la alcaldía de Tubores al lado de las criptas.

El tiempo pasó rápido y el salitre fue acabando con todo de a poco. Se podría decir que la corrosión que causaba la sal del aire en las cosas era el mejor síntoma palpable del olvido de la gente del pueblo para con sus muertos. Yo lo viví en mi carne, hasta en mis propios huesos de infante.

Poco a poco fueron desapareciendo las parrandas y los juegos nocturnos. Tal fue la desidia y la falta de memoria de los habitantes, que los borrachos, no habiendo pasado 10 años siquiera de que Toribio implantara la costumbre, ya iban y se acostaban, sin el más mínimo temor alguno a los fallecidos, a las afueras de la iglesia pasadas las doce.

He de confesar que duele el paso del tiempo. Era una buena idea, lo sé, y, aún y cuando hoy somos más los que jugamos en el cementerio hasta ir a dormir que los que se van a sus casas, duele que seamos nosotros mismos los que nos recordamos.

Todavía Toribio se acerca al cementerio pasadas las doce. El ya viejo puntapedrero siempre trae a conversa aquella vez cuando le dije lo del cuento de los muertos que se iban a la iglesia luego de las doce, y de como lo contó por todo el pueblo, por Las Mercedes y el barrio, y como los muchachitos y jóvenes, incluso algunos viejos, lo creyeron por un tiempo y empezaron a asistir al camposanto a medianoche hasta hacerse una costumbre. Hace tiempo ya de eso.

Hoy en día Toribio es un viejo dado al alcohol, sin embargo yo no dejo de ver en sus ojos al niño que jugaba conmigo en mi eterna infancia, y él no deja de ver en mí a ese amigo que nunca debió irse, a ese muchachito que debió hacerle caso a su mamá y no adentrarse en lo profundo de la La Boca, la laguna del pueblo. Ya hace mucho de eso, un error lo comete cualquiera.

Lo cierto es que los juegos siguen y casi todos estamos reunidos. A Toribio aún le falta, pero cuando pase por completo habrá una fiesta, y de seguro lograremos que alguien se convenza de aquel cuento que inventé y más gente nos visite y juegue con nosotros.




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