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25 de abril de 2024





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Margarita y sus veredas
Cuando Altagracia empezaba su laboriosa misión de poblarse, llenando de gente los solares nutridos de cuicas, carcamapires, cardonales, yaques y guatapanares; las chulingas, chochos y guayamates se fastidiaban huyendo de lazos y chinas desconsideradas, y las iguanas y conejos de monte bajaban del cerro Suárez suplicando por un trago de agua salobre represada en la salina.
Mélido Estaba Rojas | melidoestaba@gmail.com

9 Jun, 2019 | De tantas vainas que es menester decir de nuestra Isla, creo que uno se apura demasiado en escribirlas protegido por los años vividos, que son como excusas de unas ganas que no necesitan excusa; y apoyados en la fama de embusteros y jodedores que nos hemos ganado los margariteños con el sudor de nuestra frente y de otras partes del cuerpo, incómodas de referir. Porque es bueno recordar… ¡Perdón! No es que sea bueno, si no que recordar es el recurso inteligente del carajazo de los años (vale decir declinación) para justificar tantos desaciertos. Es el calendario, disfrazado de bondad, pretendiendo engañarnos en su oficio maltrecho, prohibiéndonos propagar el justificable deseo, que se expresa magistralmente en aquel bolero ranchero que mienta “y me muero por volver… y volver, volver, volver”. Pero ya no hay tiempo, hermano, porque “tiempo que se fue no vuelve… y si vuelve no lo espero”.

Cuando Altagracia empezaba su laboriosa misión de poblarse, llenando de gente los solares nutridos de cuicas, carcamapires, cardonales, yaques y guatapanares; las chulingas, chochos y guayamates se fastidiaban huyendo de lazos y chinas desconsideradas, y las iguanas y conejos de monte bajaban del cerro Suárez suplicando por un trago de agua salobre represada en la salina. Ya los caminantes más atrevidos habían descubierto una playa dibujada bajo el nombre de “Las Arenas”, donde mujeres hermosas con “cola de pescao” jugaban el escondido; un risco sin fin en el que duendes azules pastoreaban chivos enanos; y una cortina de conchas de caracoles que protegía inmensos sabanales de orégano, desplegados a los pies del Cerro Grande, justo donde infinidad de tortugas gigantescas asomaban para enterrar su locura de huevos, cada vez que el antojo las atormentaba.

Una tropa, seguramente desatada de algún tropel de vikingos que cruzó por esas playas olvidadas del mundo, se arrecholó en ese trozo de Caribe y asentó en aquella semiensenada dejando como herencia los restos de su raza bravía y jactanciosa, que permaneció logrando acomodo sobre la geografía “jatera”. Cuando a Nicolás Marín, un descendiente curtido de amarillo con dos metros de estatura y manos hábiles para manejar machete y lanza, se le ocurrió fijar el sitio para levantar su casa, hizo honor de su terquedad vikinguérica y escogió un solar ubicado justamente en un aparte de la población por donde obligatoriamente transitaba mucha gente, puesto que era un cruce de caminos.

Al pedir permiso al capitán de la comarca, para sembrar los horcones de su rancho, el hombre le dijo que lo hiciera en otro lugar de pueblo, por las razones que ya conocemos. “No puedes hacer tu casa allí, porque esa es una vereda muy caminada por la gente”, le advirtió la autoridad. Pero el solicitante insistió que era en ese lugar donde levantaría su residencia, porque de lo contrario habría problemas. Después de grandes discusiones se llegó al acuerdo de que Nicolás Marín construyera donde lo pedía pero con la condición de que las personas seguirían pasando por el lugar, así que se fabricó el rancho que jamás tuvo puertas y por donde, sin pedir permiso, pasaba todo quien tuviera necesidad de hacerlo. Esa casa permaneció hasta hace poco, en los lados del callejón de “Lencho” Quijada, en Altagracia, y sus habitantes no tenían ningún reparo en que los transeúntes la atravesaran tranquilamente cada vez que lo requirieran…fuera de día o de noche. ¡Cosas de veredas!




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