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Tres poemas del libro "Del hombre y otras heridas del mundo"
Molar de este corazón que muerde los siete nombres del aire: tritura la espiga en el madero seco, descansa en la cavidad que es solo tuya...
Juan Ortiz juanortiz051283@gmail.com

10 Jul, 2019 |

I

Molar de este corazón que muerde los siete nombres del aire:
tritura la espiga en el madero seco,
descansa en la cavidad que es solo tuya,
marina los días en vinagre para saborear los escudos invisibles de todas las semillas
—nobles y oscuras—,
para conocer de lleno la raíz del mundo.

En la lengua habita una tierra horadada por arlequines,
bordeada por coronas blancas que saben dos cosas:
abrir y cerrar,
eso es todo,
ir y venir,
traer y llevar;
breves rocas amarillentas
—sobre una carne menos breve—
que nos desgastan para digerirnos bien,
para dar comida a la casa transitoria que nos ha tocado en este desvelo de Dios.

De humedades se trata todo,
de las incisiones en los muros,
en los tabiques de la conciencia,
en las grietas que pueblan el mar que creemos tan recio y es blando como el hombre.
De un ardor se trata todo,
del camino ígneo que nos surca la sangre,
que prensa las mandíbulas perladas hasta rechinar las cimientes para pulirnos cintura abajo,
para limpiarnos cuerpo con cuerpo,
dejándonos tan translucidos,
tan borrados de culpas que nos volvemos espejos,
nos miramos,
nos repetimos
y más octubres vienen a poblar los inviernos.

Este linaje es una boca abierta de mudas infinitas;
ve,
mastica,
a eso has venido,
ve,
da forma al aire,
teje las livianas redes que esculpen los olimpos pasajeros de tantos egos que se yerguen.
No quise ser mortero de los días en este sueño,
cuanto hubiese pagado en moneda de honradez
—la más cara—
para ser hierva fina de pradera quieta e irme pronto,
pero soy molar,
he venido a desgarrar junto a mi raza los siete aires del mundo.


II

Lánzame un puñado de pájaros de olvido,
quiebra la ciudad,
rompe la memoria.
Quiero acabar con las paredes,
con todas las líneas limítrofes,
confrontar a los caminantes con ellos mismos,
dar fin a los demonios.
Todos,
en alguna parte de la sangre,
somos un pedazo de la noche.
La humanidad entera eclipsa al mundo con sus pasos,
cuando ella avanza la naturaleza tiembla,
gira,
grita,
muere a ver si logra volver al verdor antiguo.
La casa es un vestido que esconde sombras de almas viejas,
que oculta holocaustos,
las muertes que el silencio lleva por dentro,
por eso quiero tumbar los muros,
cortar de una vez por todas la mortuoria tela.

Esta ciudad nos ha sembrado tanto de concreto que cada hombre es ahora un edificio que se
yergue,
solitario,
infranqueable,
con inquilinos que le han desprovisto de su libertad desde un cable de red.
Nos ha sembrado tanto de ella que las palabras dejaron de ser puentes para ser murallas de
razón y cordura,
y el amor es un mito,
un grafiti clandestino escrito en algún museo clausurado por indigentes a los que la locura salvó
de ser perfectos
y pudieron dar asilo a la equivocación.


Esta ciudad se venga de nosotros por haberla cincelado con nuestro ego,
por haberle prometido
—sin poder ahora ni nunca—
meter entre sus muros un corazón real,
habitarla de calor,
hacerla hogar.
Por eso no cesa de invadirnos,
de recordarnos que no importa que hagamos,
no podremos deslastrarnos nunca de la gran culpa,
de ese pecado irremediable de ser humanos.


III

Un pájaro muerto es también un cementerio de aires viejos,
atlas perdido en un sueño sin retorno,
descanso equinoccial de todas las libertades.
Un pájaro muerto es la pesadilla latente del mundo,
retina única de los huracanes,
alcoba de larvas y esperanzas furtivas.


Un pájaro muerto es un cuento azul con final amarillo,
historia simple de cuanta cosa cae en manos de los hombres,
manilla de una puerta cansada de ser transitada por los despojos de la existencia.


La tierra se estremece con cada cadáver alado,
hay un miedo rotundo que ronda la corteza,
un temor de que alguno se levante
y convoque en sus plumas marchitas
a todos los vientos que alguna vez le surcaron trayendo consigo la esperada limpieza,
el tifón definitivo.




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