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Caracas: Contigo en la distancia
Desde niña, ir a Caracas siempre fue una alegría; mi papá llegó a ésta –con sus hermanos y mis abuelitos– cuando tenía diez años de edad. Solo, por sus tranquilas calles de los sesenta (la nostalgia se apodera ante esta afirmación, por lo inseguras que son actualmente), vendía maní, platanitos, ropa.
Dalal El Laden / ladendalal@hotmail.com / http://dalalelladen.blogspot.com

12 Ago, 2019 |

“Debe haber algo extrañamente sagrado en la sal:

está en nuestras lágrimas y en el mar”.

Khalil Gibrán.

Estoy cansada. Un virus, dicen. Por tanto calor y frío. Debo reposar. Casi no me enfermo. Y estar todo el día en esta cama con este malestar es una tortura. No puedo leer. No puedo escribir. Alejada toda comida, por favor. Bebo agua. Estiro los brazos. Respiro. Puedo respirar. En cualquier instante mi cabeza estalla. También mi espalda. Acomodo los cojines. Tomo este teléfono celular. Veo fotos. Parece que las horas mediterráneas quisieran explicarme por qué aún estoy acá. Serán los viñedos, las rosas. Será el azul, la calma construida en mi cuarto, éste, mi mejor compañía. Será el amor más profundo que, sin esperar -sin duda, regalo de la vida-, poco después de aterrizar, conocí, abracé y, sobre todo, comprendí aquí.

El día que esta tierra sea testigo de mi adiós, será en paz.

“Detrás de la alegría y la risa, puede haber una naturaleza vulgar, dura e insensible. Pero detrás del sufrimiento, hay siempre sufrimiento. Al contrario que el placer, el dolor no lleva máscaras”.

Eduardo Liendo.

Después de una madrugada difícil, por fin puedo retomar la escritura. La reciente noticia de la muerte inesperada de un amigo a todos en casa nos deja afligidos. Hay tanto que escribir sobre el sentir por el misterio de esta breve existencia llamada vida que, ahora, sobre este teclado, mis manos quisieran saber por dónde empezar.

Otra vez sin electricidad; ya más de una hora. Se apagará la computadora. Deberé esperar para volver a este escritorio. ¿Cómo estarán en Venezuela? Inevitable no preguntármelo día a día. Me levanto. Espero la luz.

Otra vez en esta silla. Reabro mi cuaderno. Releo lo plasmado anoche. El día que esta tierra sea testigo de mi adiós… Antes de regresar a Margarita, quisiera pasar unas semanas en Caracas. La última vez que estuve en la capital, en noviembre de 2017, mi papá, mi tío Abdul Raúf y yo caminos toda Sabana Grande. Era otra. Nada similar a la de mi niñez y adolescencia. Basura por doquier, numerosas caras desconsoladas, hambre, mucha hambre.

Desde niña, ir a Caracas siempre fue una alegría; mi papá llegó a ésta –con sus hermanos y mis abuelitos– cuando tenía diez años de edad. Solo, por sus tranquilas calles de los sesenta (la nostalgia se apodera ante esta afirmación, por lo inseguras que son actualmente), vendía maní, platanitos, ropa. “Por aquí tenía una clienta española, me quería mucho; su hija era mi novia”, desde siempre, cada vez que pasamos por El Paraíso (donde aún, en el restaurante “Taxco” –en honor a esta bella ciudad ubicada en el Estado de Guerrero, México, conocida y admirada por el dueño del local–, ofrecen nuestra hamburguesa favorita, la primera que en su vida comió mi papá), nos dice esto con la picardía suficiente para hacernos sonreír, sobre todo a mi mamá.

“…en Caracas todo lo bueno y maravilloso es imposible cambiarlo:

¿Cómo modificar esta altitud, esta disposición de las montañas, la ruta de las brisas, los cielos despejados, la cercanía del Caribe?”.

Federico Vegas.

Al leer “Contigo en la distancia”, de Eduardo Liendo, mucho sentí que mi papá era quien narraba su aventura en el Circunvalación Nº 13, más cuando el niño Elmer (protagonista de esta historia) se encuentra con Cantinflas, el actor preferido de mi padre:

“¿Qué tal, señor Cantinflas, cómo le ha ido? La verdad verdadita, ni me quejo ni dejo de quejarme, es cuestión de estilo y el estilo es como quien dice lo que sin él no se tiene nada, y el que nada no se ahoga y el que no se ahoga flota como dijo el gran campeón olímpico Nadaximandro, el nadador. Pero yo tenía entendido que usted estaba... No me diga esa palabrita, Elmercito, porque no le tengo ninguna simpatía, que es como quien dice que consta que me profundizaron en el subsuelo (…) Dicen que me he ido, pero no les crean. Entonces usted no está Ya le dije que no me gusta la palabrita esa, Elmercito, y mucho menos la de occiso que parece que uno es un trasto oxidado, no señor, digamos que uno disfruta de una cierta invisibilidad temporal, que en mi caso es hasta indiscreta, porque cualquiera que enciende el televisor de pronto puede encontrarse con el peladito, o sea el doble de este servidor, en Si yo fuera diputado, El siete machos, El barrendero…” (páginas 68-70).

Esta novela, además de acercarnos a esta Caracas imposible de cambiar, nos conduce a cuestionarnos sobre nuestro futuro incierto, en qué tanto nos vamos al irnos de este espacio físico; el niño Elmer (fácil podemos imaginar que es el mismo Liendo recordando sus pasos en ella, su hogar) y Sócrates Pérez (el chófer, su otro yo, el Liendo pensante) nos envuelven en su viaje hasta “el fin del final” (expresión que se repite a lo largo de la narración), donde, entre muchos otros, también se encuentra con Walt Whitman, José Gregorio Hernández, Franz Kafka, Tarzán de los monos, Marilyn Monroe, Agustín Lara, Pablo Neruda y Alfredo Sadel:

"La melancólica hermosura de la Calle de la Nostalgia continúa extendiéndose al paso del tren con sus paisajes enigmáticos preñados de sorpresas (…) escucho un agite (…) se trata de un caballero muy popular (…) se trata del famoso cantante Alfredo Sadel (…) tiene el cabello platinado, su dentadura es perfecta y se muestra simpático y seductor, escucho cuando la muchacha (…) dice sin rubor ¡Él es divino! (…) ¡Que cante! (…) Los voy a complacer con (…) 'Contigo en la distancia', del inspirado cantautor César Portillo de la Luz, que empezando por su propio nombre nos ilumina a todos, y mi interpretación voy a dedicarla muy especialmente al pasajero Elmer, que abordó esta mañana por mera curiosidad el Circunvalación N° 13 (…) Se escuchan algunos aplausos y yo me siento realmente abrumado por la gentil dedicatoria del admirado tenor (…) No existe un momento del día en que pueda apartarme de ti (…) El mundo parece distinto cuando no estás junto a mí (…) Es que te has convertido en parte de mi alma (…) Ya nada me conforma si no estás tú también" (páginas 215-217).

“El cine me libera de la cárcel de la realidad”.

Eduardo Liendo.

Cine de Miraflores, cine El Prado, cine Lincoln, cine Junín, cine Metropolitano. Al releer estos nombres (páginas 57- 63) siento curiosidad por saber cuál solía frecuentar mi papá. “Cine Principal. Plaza Bolívar. San Jacinto”. “Ah, sí, donde yo le daba comida a las palomas, tengo una foto dándoles maíz”. De esta plaza no sé más. Esta confesión me lastima… “el dolor no lleva máscaras”… Me apena reconocer que la poca memoria es gracias a una fotografía (¿en cuál de los infinitos álbumes que quedaron en la isla estará?, ¿será que desde hoy mi conmoción por esta imagen me acompañará hasta “el fin del final”?, ¿qué será de ella cuando llegue mi fin del final?): erguida, con un conjunto (franela y licra rosadas con rayas blancas) de algodón que ya no usan las niñas, contenta con mis manos abiertas para alimentar...

Cárcel, sin titubeo: el casi inexistente recuerdo de una realidad feliz.

El día que esta tierra sea testigo de mi adiós… Antes de regresar a Margarita, quisiera pasar unas semanas en Caracas.

Ghaza, El Valle del Bekaa (Líbano), 10 de agosto de 2019.




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