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Cuarentena sin colores
Hoy, lo quieras o no, lo aceptes o no, la luz nos abraza sutilmente y nos solidariza como seres humanos convirtiéndonos por una vez en la historia del hombre en hermanos. Hoy no hay distancias entre unos y otros.
Alfredo Calvarese alfredocalvarese@gmail.com

25 Mar, 2020 | La distancia no existe cuando la luz nos abraza. Como quien observa de lejos, más allá de la atmósfera, la esfera de nuestro planeta juega a expresarse como un gigantesco símbolo del Ying y el Yang equilibrando con precisión el juego de luz y sombra manifestado en el poderoso brillo azul allí donde el sol posa cálida y amablemente sus rayos y oscuro allí donde un inmenso manto negro arropa la noche para que descanse y duerma. Parece un juego estático, pero es absolutamente dinámico y en su aparente quietud gira a 1.700 kilómetros por hora, al doble de un actual avión comercial. Tanta velocidad no parece reflejarse en la quietud que por primera vez se siente en su corteza donde el hombre en su ambición de crecimiento y nuevas ideas instauró por primera vez en la historia de la humanidad y en pocos años una complicada y congestionada maquinaria existencial. Veo más allá, por una de las ventanas de la casa, una solitaria calle y en la televisión se muestran documentales de plazas, anteriormente atestadas de visitantes, completamente vacías, las enormes y modernas ciudades lucen solitarias y abandonadas mientras sus cielos muestran a plenitud y por primera vez, luego de decenios, su maravilloso color azul, como en las contemporáneas y contradictorias ciudades chinas o como en Venecia donde sus aguas son ahora turquesas y transparentes.

En una verdadera revolución existencial, países contrarios por absurdas maneras de pensar, millones de seguidores de las más grandes y diferentes religiones, millonarios ambiciosos y acaparadores, déspotas y tiranos de regímenes vencidos y retrógrados, líderes de paz y de guerras que se vanagloriaban ante multitudes como seres únicos y excepcionales, pobres reprimidos y humillados, pueblos modernos y tecnológicamente avanzados, inmigrantes y refugiados de países enfermos y abandonados, todos, absolutamente todos han debido ceder y doblegarse a un ser invisible, microscópico que los ha obligado a rendirse en igualdad de condiciones. La rabia y la frustración de una gran mayoría debe ser insoportable; la aceptación y el reconocimiento de la otra minoría, seguramente es, hasta cierto punto, eufórica.

Hoy, lo entendamos o no, seamos conscientes de ello o no, un bicho ajeno e insignificante nos quiebra la soberbia de nuestras clases sociales, las presunciones de nuestras culturas, el narcisismo de nuestras religiones y como jamás antes había ocurrido entre los habitantes de la Tierra, hemos tenido que parar y callar con resignación, alegría, asombro, depresión o amor para comprender al menos por ahora que somos todos iguales y que la naturaleza del ser humano es una sola. No existe tarjeta de crédito ilimitada ni ninguna cuenta híper millonaria que permita comprar en estos momentos la libertad que deseamos y la posibilidad de seguir con vida. Vaya manera de descubrirnos, que no somos únicos sino un todo. Las vivencias de millones de experiencias individuales se integraron por una vez en una experiencia de conjunto demostrándonos que somos un todo y que a fin de cuentas somos Uno. Hubiera sido más lindo entenderlo de otra manera, aceptarlo y vivirlo como debería ser, con amor y alegría, con bondad y generosidad, como experiencia espiritual ante un único Dios o ante una sola energía existencial y universal y no sentados aburridos y fastidiados ante el altar de nuestras casas allí donde hemos aprendido a adorar al dios televisor.

Pero no importa, tal vez llegó el momento de que este aparato inerme, desprovisto de vida y cuya electricidad vibra sin el impulso sutil del alma, se convierta en nuestro aliado y maestro, mientras, sentados a sus pies escuchamos sorprendidos e incrédulos como es que cada uno de nosotros somos iguales y que somos hermanos de una misma familia planetaria. Si un organismo atómico puede unirnos, obligándonos o no, a convertirnos en un solo gran país, sin barreras ni límites, imagina entonces si tomáramos todos consciencia de lo que podría ser y hacer el universo omnisciente, omnipotente y todopoderoso, aquel que siempre ha existido y existirá y que nuestra egoísta ignorancia insiste en rechazar y obviar para seguir creyendo que somos únicos y diferentes, ese universo al que solo intentamos comprender cuando la muerte se nos hace inevitable.

Hoy, lo quieras o no, lo aceptes o no, la luz nos abraza sutilmente y nos solidariza como seres humanos convirtiéndonos por una vez en la historia del hombre en hermanos. Hoy no hay distancias entre unos y otros. En paralelo, toda la naturaleza muestra como siempre su armónico y equilibrado proceder, la primavera estallando en cerezos en flor, cumbres nevadas coloreadas de naranja al amanecer, cerros reverdecidos ante la llegada de las lluvias o la bóveda celeste brillando en la soledad del desierto. Hoy corren libres y alegres animales salvajes por nuestras ciudades solitarias y junto a ellos se ríen pájaros, nubes, flores, ríos, montañas y mares de nuestro orgullo y altivez reducidos a cenizas. En la naturaleza no hay cuarentenas, solo hay eternidad. Por una vez, todos juntos practicamos una misma disciplina, cuarenta días de aislamiento, tarea que nos obliga y nos hace responsables para enfocarnos en lo que realmente deseamos como intuición espiritual y existencial y que básicamente se reduce a seguir viviendo y amando, seguir manifestando esta magia y milagro de la creación que llamamos Vida.




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