Porlamar
28 de marzo de 2024





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Dos niños en un museo
Dedicado a la inocencia de mi “baba” (papá, en árabe), en su cumpleaños.
Dalal El Laden / ladendalal@hotmail.com / http://dalalelladen.blogspot.com

CORTESÍA

Mi papá ante las colillas de Füsun / CORTESÍA

24 Oct, 2020 | “La felicidad era una sensación de seguridad compartida con una familia, con un grupo, y un continuo bromear tranquilamente” (Orhan Pamuk, en “Estambul. Ciudad y recuerdos”, páginas 25-26).

Mañana cumple Ali Yúsef El Laden Mourad, mi papá. Hace dos años estábamos en Estambul, en el Museo de la Inocencia, de Orhan Pamuk. Él ya conocía la ciudad: muy emocionado me nombraba calles, personajes históricos; me llevaba a tiendas de ropa (comprar y vender es su gran pasión), a restaurantes inolvidables (sobre todo por sus postres –nuestra mayor debilidad– típicos).

Antes de dirigirnos al museo de Pamuk (hallarlo sin la ayuda del teléfono celular –evito su uso, ya que sigo prefiriendo el trato con la gente mientras saludamos y pedimos direcciones y caminamos y nos metemos por donde no es y nos reímos, nos enojamos, nos cansamos, y nos sorprendemos al descubrir maravillas antes de llegar al destino– fue muy divertido), sin buscarlo, vimos un aviso: Yahya Kemal Müzesi. Casi brinco por la emoción. ¡Es uno de los escritores que Orhan menciona en su autobiografía! Citando sus palabras, ¡el más grande y más influyente poeta de Estambul! ¿Entras conmigo?

Muy contento me acompañó. Nos pidieron que nos quitáramos los zapatos. El olor a alfombras, libros, manuscritos, ropa, el sinnúmero de retratos en sus paredes, el silencio interrumpido por una única voz (la de la guía), con todo esto y con lo que yo iba recordando –en voz alta, tras despedirnos de la mujer, compartiéndolo con mi papá– de lo leído sobre Kemal, con todo esto nos quedamos. Compramos “Kendi Gök Kubbemiz”, de sus libros más importantes, sólo disponible en su idioma original; gracias al traductor de Google he podido entender partes.

En el Museo de la Inocencia me regañaron. Vi que en un ejemplar (de la novela homónima, por la que el autor creó esta exhibición), que descansaba encadenado a una mesa, los lectores escribieron sus impresiones sobre el museo. Primero, mi yo juicioso exclamó cómo dañan así una obra, sin embargo, feliz como yo estaba, como nena con juguete nuevo, deshaciéndome de ese yo que no me agrada, me dejé llevar por mi niña inmortal: en uno de sus márgenes plasmé lo que me nació (convencida de que Pamuk lo leería). Uno de los encargados me vio desde la planta baja, supongo que valiéndose de las cámaras de seguridad, levantó la mirada y con ella me ordenó parar. Me sentí en primaria, ruborizada por no haberme portado bien y al mismo tiempo desesperada (traviesa hasta el fin) porque me detuvieron antes de cumplir mi objetivo.

CORTESÍA

En El Museo de la Inocencia. Al fondo, los manuscritos de Orhan Pamuk. / CORTESÍA

Al subir más escaleras y continuar enamorándome de todo lo que veía (ni qué decir de sus manuscritos, muchos acompañados de dibujos), vi otro ejemplar, encadenado a otra mesa, lleno de más impresiones, y yo, con mi chiquilla terca inmortal, no concebía marcharme sin acabar lo iniciado. Alcancé a mi papá (su alegría al tomarles fotos a los supuestos objetos de los protagonistas –entre ellos, las incontables colillas de Füsun– era indescriptible), quien, al escuchar lo sucedido, en lugar de remarcar mi mal comportamiento, me alentó a terminar de escribir lo que quería.

Al bajar, cruzando los dedos para que el vigilante no lo notara, lo logré. Mas cuando cerré el libro, lo vi, vi al otro hombre, igual, desde la primera planta, observándome, apretando sus labios, moviendo su cabeza de un lado a otro, entre enojado y tímido, y luego susurrando algo que –¡qué bueno!– no logré escuchar. Lo único que hice fue sonreír y pronunciar: sí, tu compañero me dijo lo mismo, ¡disculpa! Al regresar a la recepción, este mismo último joven, con un mejor semblante, ya algo amable, me indicó el cuaderno de visitas: aquí puedes expresar cuanto desees. ¡Muchas gracias!

Sentados, entre risas por lo ocurrido, mi papá (claro que él también dejó su firma en sus páginas) y yo hasta le “contamos” a Pamuk que estábamos a unas horas de celebrar su cumpleaños e ir a su museo fue el mejor regalo. Al salir, también pude sonreírle al primer supervisor que me regañó y no sé por qué creí que ambos me perdonaron. Quizás por mi papá, por su ternura con su hija grande, siempre pequeña para él; quizás por su inocencia, siempre apreciada por todos. Que esa pureza no deje de definirte, papá. No he conocido a alguien más noble que tú. Por mi parte, haré todo por no dejar ir a esa niña. Y a la vida le pido que ese niño que –a tus casi sesenta y nueve años– vive en ti, se mantenga eternamente.

Te amo, papá. Gracias por ser mi amigo, por escucharme (y más cuando te hablo de literatura, porque, sin ser tu deber, te interesas de verdad), por ser el mejor compañero de viaje, por tu amor incondicional. Dios te bendiga y me permita seguir cerca de ti. Feliz cumpleaños.

Zahle, El Valle del Bekaa (Líbano), 18 de octubre de 2020.




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