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24 de abril de 2024





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Compartiendo las letras del cuentista Luis Salazar
Gracias, Luis, por exaltar el gentilicio de nuestros pueblos de la Península de Macanao, por llevar a las letras las vivencias de nuestros insignes pobladores. Dios te bendiga.
Juan Ortiz

24 Nov, 2020 | A Luis Salazar lo conocí por cosas de la providencia luego de que una serie de personas de buen corazón colaboraran con la donación de instrumentos a la cátedra de guitarras Tellito Salazar, de la Isla de Coche. Al ver los resultados de tan noble empresa, Wicho —como le dicen por cariño—, el servicial y amable macanagüero, me contactó para hacer un proyecto de la misma índole en Boca de Pozo. De a poco, Dios unió sus hilos y en pocos meses surgió la cátedra de guitarras Juan Romero.

Los meses de convivencia hicieron lo suyo y se forjó una muy bonita amistad. Conocí al compañero, al padre, al esposo y al hombre que ama profundamente a su tierra. Una de las facetas que más me gustó de Luis fue la de cuentista. Él, con una pluma muy marina, muy del barco y del mar, del monte y la piedra, de los olores, personajes y cosas que nos hacen ser margariteños, entretejía sus relatos. Este oficio del ingeniero Salazar nos llevó a aventurarnos a compilar sus cuentos y dar origen a su ópera prima: Hilos de locura, un libro de cuentos del cual se desprende la historia que hoy aquí les comparto.

Gracias, Luis, por exaltar el gentilicio de nuestros pueblos de la Península de Macanao, por llevar a las letras las vivencias de nuestros insignes pobladores. Dios te bendiga.

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Científico de ilusión

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Apoyado en sus piernas temblorosas —doblegadas por el esfuerzo y la marcada debilidad por la enfermedad tras los años— acostumbraba avanzar tambaleante bajo el sol mañanero que calentaba su pasión más profusa: caminar. Su paso sólo era interrumpido esporádicamente por alguna jauría de perros realengos, o los niños juguetones del pueblo que, en su afán de divertirse, brincaban y corrían alrededor de él pidiéndole chistes, retrasando su ya lento trajinar.

Recuerdo la vez en que una de las camadas de canes arremetió con fuerza contra él; el pobre, con mucha dificultad, y justo a tiempo, logró agacharse, simuló agarrar una piedra y amagó a sus detractores caninos, quienes huyeron despavoridos. Esas interrupciones le permitían descansar un poco —su esfuerzo era colosal—, para luego seguir, solo y locuaz, el rumbo en busca de la rollería de amigos. Encontrar a sus camaradas de conversas era el objetivo diario, no importaba el dolor intenso por los movimientos en sus maltrechas piernas, para él de eso se trataba la vida: contar sus cachos, sus anécdotas, y con ellos desparramar la risa y la alegría de sus interlocutores, llevar, a todo el que fuera posible, felicidad, sin importar las dolencias ni sacrificios.

Nosotros sabíamos que la gran mayoría de los cuentos que le oímos al Loco eran imaginarios, desde los hijos morochos que tuvo, uno de 37 y el otro de 24 años, que dejó en Maracaibo cuando laboró como capitán de altura en las compañías Shell y Creole, hasta sus pasantías como funcionario de la NASA —sí, la mismísima Agencia Espacial de los Estados Unidos—. Hubo una oportunidad en que presentó un papel donde se constataba que pasó la prueba de admisión para entrar en esta institución. Raquel dijo que se estuvo allá conjuntamente con un grupo numeroso de paisanos margariteños, siendo él el único en superar, con suma inteligencia y conocimiento, las pruebas intelectuales, y, con una fuerza y destrezas descomunales, los retos físicos. En efecto, eran inventos de Raquelito, pero eran tan bien contados, con tanto regocijo, que cruzaban los umbrales de la fantasía y llegaban a nuestra realidad, dejándonos luego en una especie de limbo, desorientados, sin poder diferenciar entre la ficción y el mundo auténtico.

—¡Ah bichos pa’ brutos! —exclamó, con vivacidad, Raquel, narrando el cacho internacional—, imagínense a Lipito Poncho y a Luis Alberto Perico, allí, en esa senda prueba... ¡No daban pie con bola!, ¡los más brutos de todos! Bueno, pero es que también el examen no era nada fácil —justificaba el Loco.

Inmediatamente, luego de contar con su pasión característica, comenzó su ritual de costumbre, se deslizaron sus pícaras muecas alertando que necesitaba una cervecita más.

—De acuerdo, Loco, pero continúa la historia —le dijeron, con exigencia, la serie de jodedores que conformaban su audiencia aquel día.

—Bueno, bueno, está bien —dijo Raquel, levantándose, asumiendo la posición y postura de un maestro evaluador—. "A ver, Felipito, ¿por qué el sol no sale de noche?", dijo el tipo, el profesor de la NASA, y Lipito, bruto al fin, no supo responder. Total que así siguió con todos y la cuerda de tapados no encontraban que responder. ¡Brutos esos paisanos míos, no les dio pena haber venido de tan lejos a dar vergüenza en el propio imperio americano! Pero menos mal estaba yo allí —contaba el Loco, con tal convicción que convencía a todos del cacho—. "Veamos bachiller Marcano, tiene usted la oportunidad de defender la raza", dijo el gringo, dirigiéndose a mí. "¿Por qué el sol no sale de noche?". Yo, que nunca había asistido a la escuela, con un brillo intenso en mis ojos verdes, el pecho engrandecido de orgullo, a sabiendas de tener la respuesta definitiva, me levanté y contesté: "¡Guaaa!… pues, y ¿por qué va a ser?, ¡porque sale de día!" El tipo no tuvo dónde meterse, casi llora de la emoción, de una me dijo: "¡Muy bien, aprobado y eximido, bachiller Marcano!"; los aplausos del científico de la NASA y la algarabía y abrazos de felicitaciones del tropel de brutos que me acompañaban en el curso, aunque raspados, no se hicieron esperar. ¡Menos mal que estuve allí para salvar la patria! —culminó Raquel su intervención, desprendiendo risas por más de una hora.

Su día había sido productivo, llevó sonrisas, repartió felicidad a los suyos.




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