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Nací en Inglaterra
Cerro Libre, como su nombre lo indica, es una elevación de terreno bastante pronunciado que se encuentra muy alejado de los principales centros poblados del estado Trujillo.
Noel Álvarez /noelalvarez10@gmail.com

12 Ene, 2021 |Quizás no sea por casualidad que yo haya decidido comenzar una saga de artículos referidos a mi vida, en la primera entrega del año 2021. Este será un avance, o tal vez, un borrador de mis memorias. Espero contar con la bondad de mis asiduos lectores para que me acompañen a recorrer los enrevesados caminos que he debido transitar a lo largo de mi vida. Les ruego disculpar el hecho de que, algunas cosas concernientes a mi vida, la de mis amigos y conocidos, deban ser omitidas, al menos temporalmente, una vez que yo haya partido a encontrarme con el supremo creador, la decisión de qué hacer con ellas, quedará en manos de mis descendientes. Otra precisión que debo hacer, estas entregas no serán consecutivas, por el contrario, se irán alternando con mis publicaciones rutinarias.

Nací el 20 de mayo de 1959, mis nombres son: Noel Vidal. Gracias a la decisión de mi madre, me escapé de la tradición del santoral del almanaque. Llegué a este mundo, en un centro poblado llamado Inglaterra, dentro del caserío Cerro Libre. Poblado adscrito al municipio Cuicas del estado Trujillo. Como casi todos los caseríos trujillanos, este también parecía ser un lugar olvidado por Dios y por los hombres. Debido a la carencia de servicios de salud cercanos, mi madre al nacer cada uno de sus hijos, al igual que todas las parturientas del lugar, debió ser asistida por la única comadrona del lugar: la madrina Ramona. Ella era, por efectos de los partos, madrina de casi todos nosotros, los habitantes del villorrio. Hasta la edad de 4 años, viví allí con mis padres y mis 2 hermanos, Nelson y Nerio, habidos en la segunda unión de mi madre. De su primera relación nacieron otros dos hijos, Alberto y Tomás, estos dos últimos, recientemente fallecidos.

Cerro Libre, como su nombre lo indica, es una elevación de terreno bastante pronunciado que se encuentra muy alejado de los principales centros poblados del estado Trujillo. Por el corto tiempo que viví allí y por mi corta edad, los recuerdos que conservo de ese poblado son escasos. Acudiendo a la nebulosa de mis recuerdos y a visitas posteriores, he podido precisar que en ese poblado no había tuberías de agua potable, ni luz eléctrica; se cocinaba con leña y la iluminación se hacía con lámparas de querosén o de aceite; tampoco había dispensario, ni liceo, solo una escuela que impartía educación hasta 6to grado de primaria; las necesidades fisiológicas debían ser practicadas en los montes o en letrinas y la ropa era lavada en los riachuelos cercanos. Los medios de transporte eran muy escasos y para ir hasta el pueblo más cercano, Monay, debíamos levantarnos de madrugada y caminar kilómetros y kilómetros, por los bordes de la montaña, para llegar hasta la carretera negra, como le llamaban a la panamericana, por donde pasaba un autobusito, conocido como el pescador.

Mi madre, Damiana Camargo (1922-2010), mujer sencilla y bondadosa, pero con un fuerte carácter; medio leía y apenas garabateaba su nombre porque no había estudiado ni siquiera primer grado. Ella había desarrollado una destreza para confeccionar vestidos femeninos, nunca incursionó en el ámbito masculino. Recuerdo que tenía unas revistas de figurines de moda, de los cuales extraía los modelos que le ofrecía a sus clientas. Una vez contratado el servicio, las usuarias consignaban la tela y el precio de la mano de obra estaba fijado en 5 bolívares, los cuales eran abonados a razón de: un pago inicial de 1 bolívar y 2 cuotas de 2, la última de ellas, pagada a la entrega de la prenda de vestir. Mi madre tenía unos moldes de papel sobre los cuales cortaba los vestidos y luego pasaba a coserlos en una maquinita de mano, marca “Singer”. Como mi madre era corta de vista, cuando se le rompía el hilo, mis hermanos y yo, ensartábamos la aguja nuevamente. Con los ingresos obtenidos por las costuras, mi mamá nos compraba los cuadernos y las alpargatas, ni soñar con zapatos. Nuestra ropita era confeccionaba por ella misma, mientras que mi padre sufragaba los gastos de la comida y medicinas.

Mi padre, Cesar Álvarez (1904-1995) era un político, comunista, devenido en adeco; expolicía, picapleitos, leguleyo y dicharachero; honesto y sincero hasta la muerte. Como casi todos los comunistas, había leído infinidad de libros, conocimientos que plasmaba en un verbo muy cultivado y magnifica escritura. Por la carencia de fuentes de trabajo, mi padre se convirtió en jornalero y prestaba sus servicios en las haciendas del entorno. En paralelo fungía, de hecho, como juez de paz, registrador y notario. Cuando había un litigio por linderos de tierras, mi padre era llamado como “resolutor” de conflictos. Él medía las tierras y establecía los linderos. Sus dictámenes eran aceptados por todas las partes. Cuando alguien necesitaba vender una casa o terreno, mi padre redactaba los documentos, certificaba la venta y la entrega del dinero. La validez de sus documentos era aceptada en todos en los caseríos circunvecinos. Para mi sorpresa, todavía hoy se conservan algunos títulos supletorios emitidos por él.

Cuando estaba cercano a cumplir 4 años, nos mudamos para otro caserío, al lado de la carretera panamericana, llamado, El Batatillo. Allí llegamos a vivir en una casa de bahareque, techo de palma, piso de tierra y de nuevo, baños en los matorrales. Las camas eran unos catres de lona con las patas cruzadas, en forma de equis. Tenían unos bichitos alojados en sus intersticios, los comúnmente conocidos como chinches de cama. Esos benditos animalitos nos chupaban la poca sangre que teníamos y nos perturbaban el sueño.

Apenas llegado al Batatillo, comencé mi aprendizaje de lectura y escritura, en un libro intitulado “Juan Camejo”. Esa motivación provino, en primer lugar, de las caricias de un rejo de cuero de vaca, llamado “cariñosamente” el mandador, que blandía diestramente mi progenitora y después, por mi interés de leer los suplementos del Zorro; el Llanero Solitario; Santo, el enmascarado de plata; Red Ryder y las novelitas vaqueras de Marcial Lafuente Estefanía. Desde esa época, hasta ahora, nunca he dejado de leer, al menos una página de un libro, diariamente. En la próxima entrega, les contaré más acerca de mi infancia.




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