Sí, debí haber estudiado francés (un margariteño en París, 1era parte)
Opinión

Sí, debí haber estudiado francés (un margariteño en París, 1era parte)

Juan Ortiz

6 Dic, 2023 | Me encontraba de vacaciones en París, luego de superar con excelentes notas el octavo semestre de la universidad. ¿Que cómo llegó un ñerito de Punta de Piedras a París? Bueno, les resumiré la historia.



Tenía unos ahorros producto de toques en locales con amigos y las ventas de mis artesanías en alambre y cuero. Era muy solicitado en la Udone para ese entonces, tanto para cantar en la gramita las canciones de moda, como por las prendas que elaboraba. Esas cualidades me ayudaron a reunir un buen dinero que, para ser sincero, no hubiese pensado invertir en un viaje de no ser por Sofía y Norma.

Estaba tomando un café donde Guaripete, el original —los verdaderos udistas le recordarán—, luego de una partida de fuchi con los panas Andrés, Dheymer y el Negro Anthony. Éramos unos duros en la materia, aunque a mí me tenían catalogado de "caimanero" por no perder el tiempo para lanzarle un mate a los nuevos que andaban descuidados mientras hacíamos la olla en la plaza.

No había dado tres sorbos de mi late vainilla cuando sentí unas manos que taparon mis ojos. No, no atiné un sólo nombre de los diez que dije, hasta que escuché una voz peculiar y grité: —¡Sofi! Acto seguido, me plantaron un beso en el cachete. Sí, era ella.

—Mi Guari, ¡Vámonos a Madrid en mes y medio para visitar a Angélica! —me dijo, con un tono de voz muy animado que casi me convenció al instante.

Yo nunca había ido a Caracas, de vainita había ido al puerto por una novia que tuve allá, ¿y me iba a ir a Europa? Un gran salto. Mi vida, para ese entonces, giraba, y aún gira, en torno a mis tres islas.

—Sofi, —le dije— ¿estás segura? ¡Yo nunca he viajado ni a Caracas! ¿Y voy a ir al exterior?
—Mi Guari, Normita y yo te asesoramos, ¡vamos, vale! Además, ¡necesitamos un guardaespaldas! —me respondió, cuajada de la risa.

—Ok, déjame pensarlo... —respondí, entre alegría y seriedad.

Esa noche llegué a casa a las 10:30 p. m. Trabajaba en El Guamache como depositario de medicamentos con mi hermano Alejo, en un turno de 8:00 a. m. a 4:00 p. m., y estudiaba de 5:00 p. m. a 9:30 p. m. Luego de ponerme cómodo y cenar algo suave —unas chuletas guisadas con arroz y tajada—, hablé con mama (sí, sin acento, así le decimos en mi pueblo, y a los que se ponen exquisitos les decimos que es debido a nuestros ancestros italianos que, por supuesto, no existen).

—Mujer, hoy una amiga me dijo que nos fuéramos de vacaciones a Madrid, pero no sé... —le dije, muy a la expectativa.

—Vete —me dijo Gloria, a secas, apenas terminé de hablar.

—Pero ma...

—Vete —Esta vez ni siquiera me dejó completar la frase.

—Okey, está bien.

—Mijo, aprovecha tu juventud y disfruta, conoce.

Esa noche llamé a Sofía y le confirmé. Siempre he creído que Dios no juega a los dados. Un mes antes había sacado mi pasaporte, más por moda que por querer usarlo, y miren, pues, ya estaba preparando todo para irme, dos meses y medio después, al viejo continente .

Nunca he tenido tarjeta de crédito, de hecho, aún no tengo, y en aquel momento adquirir divisas no era tan cuesta arriba como ahora. El dólar paralelo valía 4 bolívares fuertes y el euro valía 5 bolívares fuertes. Contacté a mi hermano Rafael Ríos y me vendió 500 $ y a una amiga de mi mamá le compré 1000 €.

No, no se asombren, no era millonario, si bien ganaba algo extra con las prendas, nuestra economía en aquel entonces era la más estable de Latinoamérica.

Me dirigí a Viajes Mazzochi por los boletos, y cuadré con las chicas para coincidir en la ida y vuelta. Este ñero, pues, ya tenía un pie en su isla y otro en Europa.

Todo fluyó, llegamos a Madrid sin inconvenientes.

Angélica nos recibió en el aeropuerto de Barajas, tomamos el metro hasta las afueras de la capital y en 35 minutos estábamos en Villa Viciosa de Odón. ¡Qué nombrecito!

Contarles lo vivido en Madrid es parte de otro relato, les confieso que la pasé genial. Vendí prendas en la plaza El Retiro, toqué frente al museo Reina Sofía y frente al Prado con guitarras prestadas, comí jamón serrano y queso curado hasta más no poder —gustos que me llevaron a aumentar un promedio de un kilogramo al día—. Una experiencia, culinariamente hablando, inolvidable.

No estaba en los planes ir a París, pero Angélica averiguó los precios de varias aerolíneas y Aircomet tenía boletos en oferta hasta la ciudad luz. Ida y vuelta por tan solo 50 €, ¡me pareció genial!

Cuadramos todo, y diez días después de haber pisado suelo español, ya estaba pisando suelo francés, en el aeropuerto Charles de Gaulle, específicamente, de París. Nos quedamos en la Bastilla, cerca de todos los lugares que cualquiera quisiera conocer: el Museo del Louvre, la Torre Eiffel, los Campos Elíseos, el Arco del Triunfo, entre otros.

El recorrido empezó por el Louvre, luego el Arco del Triunfo, al que nos fuimos caminando. Recorrimos los Campos Elíseos, y, para finalizar, ya entrada la tarde, visitamos la Torre Eiffel.

La cola para subir estaba larga, decidí pagar la visita completa, hasta la cúspide, 12 €. Mientras hacía la cola, en mi mente cruzaba una y otra vez una canción de moda de Cristina Aguilera: "Lady Marmalade", que a su vez era el soundtrack de la película «Moulin Rouge».

Yo, por simples ganas de decir algo en francés, del que no sabía ni papa, empecé a repetir el coro:

«Voulez-vous coucher avec moi, ce soir (oh, oh), voulez-vous coucher avec moi (yeah, yeah, yeah, yeah)». Lo hice una y otra vez mientras la cola avanzaba.

Las chicas derredor me miraban extraño, y Sofía, Norma y Angi no aguantaban la risa. ¡Media hora estuve así! Cuando por fin llegamos al ascensor, Sofía me dice, casi llorando de la risa:

—Guari, «Voulez-vous coucher avec moi, ce soir (oh, oh), voulez-vous coucher avec moi (yeah, yeah, yeah, yeah)» significa: "¿Quieres acostarte conmigo esta noche?, ¿quieres acostarte conmigo?"...

—¡Sofía, por qué no me dijiste antes! —le comenté, molesto.

¡No, nunca canten una canción en otro idioma sin cerciorarse de su significado! ¡Noooo, qué pena vale, qué pena!

Juan Ortiz, del libro «Transeúnte» (2017)

Scroll to Top