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Compartiendo las letras del joven escritor y poeta margariteño Sebastián Piña en honor a Unimar Leer estas sentidas y bien estructuradas líneas de Sebastián Piña a la Unimar —desde la narrativa y la lírica—, irremediablemente me trasladó a aquellas horas de academia, de buen café entre amigos, de cantos y tertulias. Juan Ortiz
![]() Sebastian Piña. / Foto: Cortesia 28 Jul, 2024 | No es la primera vez que comparto el trabajo de esta promesa de las letras neoespartanas. Si la memoria no me falla, hubo un par de veces previas. Sin embargo, en esta oportunidad los frutos de su pluma me tocan más de cerca que en otrora, pues versan sobre una institución a la que estimo mucho y en la que pasé siete de los mejores años de mi vida impartiendo clases en sus aulas —incluso, tuve el honor de ser su delegado de cultura—, y me refiero, por supuesto, al Alma Mater del Caribe: Unimar. Cuántos momentos gratos se vivieron en aquellos Jueves Culturales junto a talentosos artistas, como Nilka Lara, Pedro Santaella, Jesús Sánchez y otros tantos. Atesoro muy dentro de mí cada segundo compartido junto a los alumnos, colegas profesores —Ecberht Lucena, Blanca Capecchi, Olga Turmero, Sarah Gómez Cámara, Ana Requena, Pedro Luis Bello, Alfonso Rodulfo, Omar Millán…— y autoridades —Pedro Cabello Poleo, María Eugenia Morales, José Camino, Antonieta Rosales de Oxford—. Leer estas sentidas y bien estructuradas líneas de Sebastián Piña a la Unimar —desde la narrativa y la lírica—, irremediablemente me trasladó a aquellas horas de academia, de buen café entre amigos, de cantos y tertulias. Desde este conmovido espacio en la Argentina, les comparto con mucho cariño estas letras para que, junto a mí, viajen a esos honorables espacios que tanto bien han hecho a la cultura y al quehacer académico, profesional y formativo neoespartano. Gracias, Sebastián, por cultivar de manera tan prolija tu pluma. Sigue adelante, te auguro un espacio digno en las letras neoespartanas. Juancho y Pochacho Recientemente, me invadió una latosa duda, de esas dudas triviales cuyo único pretexto es hacernos arrojar horas al naufragio de los pensamientos, los cuales, en mi caso, desembocan invariablemente en tu figura. Es la curiosa razón por la que te busco, Juancho, esperando aplacar el inquietante ruido que dejó tu ausencia en Unimar. El inicio de la nueva catedra dibujó un puente hacia un mundo de ilustraciones sin fin. El profesor atrapó, en la primera lección del curso, la atención de los alumnos con su exposición sobre los motivos. Te hubieras deleitado con su facilidad de palabra y la contundencia de sus argumentos. Sin embargo, yo, entristecida ante tu pupitre vacío, miraba por la ventana hacia ninguna parte. Fue entonces cuando, repentinamente, me percaté de que no recordaba el momento ni el lugar de la universidad en que nos conocimos. La duda abrió un hueco negro por el cual se cayó el aula con profesor y compañeros incluidos, o fui yo quien quedó ciega y sorda de todo, con la piel tensa bajo la camisa, rascando el pupitre con la uña, tratando de hacer memoria. Una vez acabada la clase, con prisa me dirigí a la radio, en la que cada viernes sin falta presentabas tu programa de literatura con Alejandro —‘El maracucho’—. Me recibió enérgico como de costumbre, entraba y salía de la cabina a paso ligero, vociferando una serie de indicaciones a los becados. Amablemente, me puso al tanto de que tu programa había iniciado hace apenas dos trimestres, por lo que, con casi dos años de amistad, es imposible que nos conociéramos en Uniradio. Luego anduve por varios cafetines, dedicando especial atención a Mokaccino Cafe y La Perla y el Negro, dado que, aunque rara vez te consentías comprando comida en la universidad, cuando lo hacías decantabas por alguno de esos dos lugares. Y como si fuera mi primera vez en la casa de estudios, divagué en los parajes verdes frente al centro de idiomas, me hice sombra hurgando entre los libros de la biblioteca. En mi impaciencia, aceleré el paso en la cancha e incluso revisé debajo de las gradas, cual marino aspirando a la perla escondida. Al final del día, los pies me ardían y me sentía fatigada, cruzando el puente hacia el estacionamiento para regresar a casa, me resigné con un suspiro; no logré ubicar esa alhaja nuestra, amigo mío. Al día siguiente, sentada en las mesitas, dejaba que el castaño de mis ojos se moviera en todas direcciones, dubitativa sobre si debía seguir buscando o no. Movida por la nostalgia, me desplacé al lugar donde solíamos tocar música: el Aula Manga. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar, Juancho? Seguramente te habrías puesto a escribir redondillas o cualquier otra cosa. Ojalá aún pudiera escuchar tu risa a través de las bocinas de nuevo. Iría a ver ese rostro pícaro encendido frente al micrófono. Te conozco; si estuvieras aquí, cruzarías por las palmas y enseguida estarías zarandeándome el cabello con tus dedos largos. Me reducirías a un eje y darías vueltas a mi alrededor como un lucero venturoso. Dejarías caer tu cuatro en la grama y te sentarías a mi lado. Con un vistazo, podrías deducir mi estado de ánimo, como si yo fuera un libro abierto. Y sin que te lo pidiera, me envolverías en un recio abrazo para silenciar mi desconsuelo, como solías hacerlo cuando el estudio y el trabajo no me daban tregua. Así como estoy ahora, en este sitial unimarista, surcando el camino de la indecisión, perpleja ante mis propios pensamientos, sé que dirías algo audaz para derrumbar los muros que a veces solita me pongo —autosaboteándome—, darías con la puerta, crearías el puente, encenderías la luz, y, mirándome al rostro, gritarías con jovialidad: “¡A lo mejor la respuesta sea no preguntarse el origen, Pochacho!”. Y cuánta razón tendrías, Juancho. Te confieso que le temo al olvido; ¿qué soy sino el conjunto de experiencias que han acontecido en mi vida desde mi nacimiento? Pensar que un soplo pueda deshacer a trozos mi biografía, que todo lo que vivimos en estos parajes de la facultad se pierda algún día en la urbe donde la gente deja sus trastos viejos, me produce un dolor insoportable. Se me hincha el pecho y me inunda la desesperación si imagino, aunque sea por asomo, que el río del tiempo se llevará nuestros recuerdos; entonces nadie sabrá jamás, ni siquiera nosotros, quiénes fueron alguna vez Juancho y Pochacho. Eso ahuyenta mi sosiego, pero sé bien que se trata de un miedo absurdo. No tengo más que alzar la mirada para evidenciarlo: la Unimar, fundada incluso antes de mi nacimiento y destinada a seguir hasta la posteridad, es la prueba de que con voluntad y amor se pueden superar las barreras del tiempo; se llama transcendencia. Ese es el motivo que ha dado marcha a mis palabras. Bien sabes que las letras no son lo mío; no soy como tú, que vivías metido en la biblioteca con la nariz en algún libro, tomabas apuntes, escribías sonetos, estudiabas a Quevedo. Sin embargo, aun así, decidí hilvanar estos temblorosos párrafos para dejar constancia de que tú y yo estuvimos aquí, y también tenemos una historia que contar. Si bien no ubico el lugar de nuestro primer encuentro, sé con certeza que la universidad es la senda en la que nos conocimos. Ningún unimarista se ha quedado indiferente al atravesar las hermosas ‘llamas del bosque’ que reposan frente al pórtico, El alma mater representa el epíteto de transformación que nos ha llevado a ser quienes somos; se trata del punto de la Perla donde se entrelazan las vidas de cientos de jóvenes. Y cuando pienso en nuestras vivencias, estudiando, riendo y rasgueando bajo la enorme ceiba con las canciones de Fito y Fitipaldis en nuestros cuatros, entonces, Juanchito mío, siento que nuestra amistad no tiene, ni necesita un origen; que has estado a mi lado desde siempre. Al escribir sobre ti, no quiero transmitir solo melancolía, como un poeta triste que escribiera esperando su inevitable desfallecimiento. Al contrario, a lo largo de los trimestres, he aprendido a hacerme compatible con la realidad y, quiera uno verlo o no, lo cierto es que la rueda del tiempo seguirá girando, sin importar qué, en las basílicas de este campito en Unimar, donde en silencio, entre los recovecos se ocultan centenares de recuerdos, de primeros momentos, de amores e historias que nunca fueron contadas. En cambio, Juancho, tú deberías considerarte afortunado. Aunque mis palabras sobre ti no lleguen a ningún lado, puedes estar seguro de que tu amiga, Pochacho, se recostará cada día sin falta debajo de la ceiba. Se dejará livianamente caer en la tierra, envuelta en el olor húmedo del pasto, y te recordará con tanta fuerza y corazón que no existirá barrera que pueda separarnos. Entonces, escucharé claramente el rasgueo de tu música. No necesitaré saber que estás presente para sentir tus pasos inquietos. Las lágrimas comenzarán a rodar por mi rostro al recordar el poema que me escribiste, aquel que decía: ‘Todos somos ese sueño pasajero que deja huella’ Y cuánta razón tenías, Juancho. Seguramente alguien, ignorando lo que realmente sucede, acuda y trate de levantarme del suelo, pero prometo resistirme, haré caso omiso de lo que puedan decirme. Ese será a partir de ahora un momento y un lugar nuestros, Juancho. Podríamos decir que, de alguna manera, es como nuestro comienzo. Esta vez me aseguraré de recordarlo intensamente cada día. Me recostaré con los ojos cerrados un día más, esperando que al abrirlos estés de vuelta, ocupando la silla que espera por ti en Unimar. ***
III
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