5 Sep, 2024 | Manuel Castellano Córcida es un talentoso escritor caraqueño de 22 años de edad que reside en Nueva Esparta desde el 2010. En noviembre del presente año estará recibiendo su título de licenciado en Comunicación Social en la Unimar, esto tras haber presentado su tesis de grado —Aproximación teórica a la descosificación como fenómeno comunicativo—, la cual obtuvo mención honorífica. Si bien su vida profesional ha girado en torno al periodismo, la docencia y la locución, en la intimidad, sobrevuela un solo e infinito punto: la literatura.
Para él: “Leer ha sido la puerta a mundos maravillosos que alumbraron mi niñez y mi adolescencia. Desde las mágicas aventuras de Harry Potter hasta la tragedia de los hombres solitarios como Raskólnikov, siempre me ha fascinado ese tibio y delgado pulso que brota de la voz de las letras, símbolos perennes ajenos al tiempo”.
Con el tiempo, tras escudriñar en las letras de los grandes, adquirió ciertas predilecciones por autores en los que ve el «Juego» literario muy claramente: Hermann Hesse y el autodescubrimiento adolescente; Borges y los laberintos y el tiempo; Cortázar y la versatilidad del lenguaje; Bolaños, Bécquer, Murakami, Kundera...
Sitiado luego de abordar algunas de las obras icónicas de todos los tiempos —y ya sumido en la trampa de las letras—, él quisiera que se le conociera más como un lector que como un escritor. Al respecto, Castellano considera que: “La escritura es un ejercicio masoquista del que se desprende algo bello. Yo no ofrezco Literatura —esa palabra aún me queda muy grande— bella, pero sí productos literarios sinceros y humanos”.
El cuento que hoy les comparto le permitió al joven autor obtener el primer lugar en el II Concurso Literario de Cuentos Breves de la Universidad de Margarita. Espero que lo disfruten tanto como yo.
///
“Laguna”
Es absurdo escribirte desde la ausencia, desde el vacío sepulcral entre los dos, pero hoy iré a la Iglesia y me invade este placer nostálgico de hablarte. La última vez que pude entenderte estabas absorta rezando, tendiendo tus plegarias ocultas a la Virgen del Valle.
Y no quiero echarte en cara las cosas, Piera. Sé que todo fue culpa de la Laguna. Lo supe desde que la mencionaste por primera vez, lánguida y suplicante, con esa intención de encontrar algún alivio, alguna excusa para continuar tu vida, a pesar de tu tristeza, tus proyectos artísticos fallidos y los sinsabores de tu familia.
Los que vivieron ese septiembre en Juan Griego podrán recordar el olor agobiante en el aire, esa náusea que trepaba el viento y se metía en las ventanas. La obstinación de la Laguna arrancaba con furia la arena, pegándose a mi franela sudada y mi cabello grasiento. Yo le dedicaba las tardes a escapar de esa pesadumbre, de esa sensación de caída que consumía los días, y tú eras mi compañera, tú me mirabas en el Paseo Alexander Petion dibujando con delgadas líneas los atardeceres y los árboles cien veces vistos; te acercabas como una gata, con cautela, discreción, y justo cuando la naturaleza parecía más pétrea y estática, como si alguien le hubiera robado el aliento de vida a las cosas, me dabas un tenaz abrazo por la espalda, sacándome del sopor del arte y de ese tedio infernal que apretaba mis sienes y fruncía mi ceño.
La Laguna era algo recurrente, pero tú preferías obviarla. Yo la veía como una catástrofe, como un fuego fatuo que destruiría nuestras vidas; tú, en cambio, la ridiculizabas, te burlabas de ella, caminabas sobre su piso fangoso sonriendo. Ahora sé por qué ese día que me conseguiste dibujando me hablaste de tu fe, de tu sentido riguroso de la espiritualidad; me contaste cómo tus padres te llevaban a comer empanadas cerca de la plaza del Valle para luego asomarse humildemente al altar de la Virgen, siempre tan solemne y divina. Tu risa áurea tiñó de amarillo el recuerdo infantil de tu persecución de las palomas en la plaza, del septiembre en el que llovió y perdiste una pulsera de tu mamá, del bello collar que tu papá ató en tu cuello. Puedo verte aún aquí, Piera, lanzando tus memorias sobre un fino lienzo lingüístico, presentándomelas con una mezcla extraña de amor y de rabia para luego tomarme de la mano y llevarme a ese lugar nostálgico para ti, lejos del Juan Griego deprimido en el que estábamos.
Un autobús ajetreado y tozudo, las conversaciones sin objeto, la visión triste de Tacarigua, Santa Ana y Juan Griego desde el Portachuelo; todo subía a mi cerebro como una fiebre, una angustia indecible que sólo se calmaba si hacías ademanes cómicos o si me compartías tus canciones ruidosas en tus auriculares. En ese viaje sentí como si las cosas estuvieran decididas desde siempre, como si la Laguna fuese real y definitiva, perteneciente a una distancia del alma inaccesible para mí. Tus grandes ojos de felina se ensanchaban y se fijaban en mí con una curiosidad enternecedora, y pululaba, sin saber cómo, el preludio de eso, la antesala de la tormenta de arena verde.
Cuando quiero a alguien me resulta imposible no aferrarme a su existencia, no apegarme a su vida y al corazón rojizo del amor, y por eso me daba miedo esa visión seca de la Laguna salada, ese piso quebradizo de lodo, la voz desesperada de los manglares. Estoy seguro de que veías ese miedo en mí y te entristecía mi terror; tal vez esa fue la razón por la que te acostaste en mi hombro y te acurrucaste contra mí. Pero la tensión entre tú, la Laguna y yo era incurable, Piera. Ni siquiera la belleza de tus párpados podría salvarme de su ubicuidad.
La zozobra se redujo cuando llegamos, como bien sabes. La Iglesia del Valle nos abrazó con su silencio y su calma. Yo me avergoncé, Piera, aunque nunca te lo dije: tenía una culpa punzante desde la adolescencia por no creer, por saberme ajeno a esas grandes esperanzas de la fe que tanto te agradaban. Aún me critico el hecho de no comprender que los ojos oceánicos de la Virgen del Valle guardarían tu imagen para siempre, y que sólo en ellos —sí, ahora lo sé— podría encontrarte.
La Iglesia estaba casi solitaria en su interior. Algunas pocas personas descansaban sobre las bancas y observaban con solemnidad a la Virgen, inmersos en un sueño profundo y pacífico. En ese espacio mágico dispersé a la Laguna de mis pensamientos; carecía de importancia el llanto amargo, las súplicas incesantes, el cúter raspándote el antebrazo; ahora era parte de un pasado fantasioso, de una posibilidad incumplida, de algo absurdo que sólo existía en Juan Griego, en medio del calor, los zamuros y la crisis económica que hacía que pasáramos hambre.
Cerraste tus ojos y comenzaste a orar, moviendo imperceptiblemente los pliegues de tus labios. La Virgen del Valle nos arropaba con su sagrado ropaje y su mirada oceánica. Volteé para verte, Piera, bella Pierita. ¿Se puede definir con palabras la tranquilidad absoluta en la que te hallabas? Cerrada y en paz, susurrando dulcemente algo que mi mente soñadora jamás podría soñar. Yo te amaba, y ese amor era sólo equiparable al que tú sentías por la Virgen.
Hay tantos detalles, Piera, que desearía recordarte de ese día: el cuatrero que nos sorprendió con su música, las señoras creyentes que nos inquirieron en la plaza, el te amo que te dije, bromeando, luego de obstinarte con mis chistes. Y todo ha sido arrastrado por un olvido casi infinito. ¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿De qué sirve contarte esto? El resto lo conoces mejor tú que yo, ¿no?
Tomamos el bus, ya con menos gente y con el sol precipitándose sobre el horizonte, falleciendo, y ahora era yo quien dormía en tu hombro cálido, viendo en sueños la arena verde que te recubría. Arribamos Juan Griego exhaustos; quise acompañarte en esa noche solitaria, en esa fragilidad de cristal que cada madrugada te acechaba. Y vinieron en tropel tus excusas: lo de la pintura en la que trabajabas, lo de tu mamá, lo de la comida y el sinfín de argumentos que tenías preparados de antemano cuando querías deshacerte de mi amor sin mucho esfuerzo.
En La Galera hallé mi casa igual de sola que la tuya, y la fiebre y el dolor de cabeza me impedían dormir. ¿Recuerdas nuestra despedida, nuestro beso tranquilo y callado? Sólo pensando en eso pude conciliar el sueño. Y aunque no lo creas, Piera, lo único, te juro que lo único que se ha escapado de mi memoria fue la mañana siguiente. Quizá el dolor ha falseado todo recuerdo lúcido. Sólo puedo evocar las ganas de vomitar, la llovizna tenue que tornó más verde y más nauseabunda la Laguna, y el miedo, Piera, ese miedo abismal del que te hablé tantas veces; tú no respondías el teléfono, y toqué tu puerta, no había nadie, y luego la aceleración de mi pulso, el absurdo subiéndose a mis pupilas, las amenazas interminables de tu boca sufriente y mi cuerpo corriendo y buscándote por la Laguna… y no me imagino tu dolor, Pierita, no me imagino tu llanto desesperado entre los manglares sombríos que presenciaron lo que hiciste, pero tampoco creas que te pido que me cuentes cómo fue el corte definitivo, la sangre incesante y el hálito de muerte de tu cuello blanco. No me cuentes eso, Pierita, por favor, porque me iría de Juan Griego, de Nueva Esparta y de donde sea sólo para huir de ese dolor tuyo, del sufrimiento sin final que hace que vaya hoy a la Iglesia del Valle para mirar fijamente a la Virgen tal y como tú lo hiciste, para ver en sus ojos oceánicos tu última esperanza, tu último suspiro y tu último adiós antes de que los manglares de la Laguna de los Mártires te sedujeran de forma atroz.
Junio de 2023