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Olimpíadas Lloro 2016
Nuestra situación no enlaza tal vez anillos olímpicos ni emociona en retóricas periodísticas por alcanzar medallas de variables valores, pero sí enarbola con desazón sus propios entuertos, como si esta lucha pecara más para convertirnos en dignos integrantes de un sanatorio que ser parte de la búsqueda interminable por consumir el justo, desproporcionado y dificultoso bocado diario.

José Luis Zambrano Padauy | zambranopadauy@hotmail.com

4 Ago, 2016 | A pocos días de escenificarse en la ciudad brasileña de Río de Janeiro la justa competitiva con más disciplinas en el planeta y atiborrarse de tantos señalamientos de un descontrol más político y económico que deportivo, nuestro país vivencia su más peculiar y poco ortodoxa manera de ejercitarse y combatir su conservación en el riguroso contexto nacional.

Nuestra situación no enlaza tal vez anillos olímpicos ni emociona en retóricas periodísticas por alcanzar medallas de variables valores, pero sí enarbola con desazón sus propios entuertos, como si esta lucha pecara más para convertirnos en dignos integrantes de un sanatorio que ser parte de la búsqueda interminable por consumir el justo, desproporcionado y dificultoso bocado diario.

Una comparativa no tan rigurosa con los deportes encendidos —no por la llama olímpica o las inspiraciones griegas de antiquísimas ansiedades por alcanzar la victoria, sino por conseguir desproporcionadamente los productos de una cesta básica para millonarios, en ese vaivén perturbador y neurótico de los supermercados y rogativas por bolsas de comida—, nos lleva a tener nuestro detestable y caótico magno evento cotidiano.

Celebramos a diario unos sucesivos juegos olímpicos de la supervivencia. Sin ceremonias confusas ni glamorosas, tenemos nuestros característicos juegos, subiendo al podio para recibir la aclamación estruendosa de nuestros familiares, cuando tras horas de suplicio logramos adquirir sendos kilos de harina pan.

Ahora bien, nuestros deportes cuentan con reglas interminables, modificadas
a destajo. Cada gesta tiende más a elevar nuestra neurosis que el espíritu competitivo:
• Levantamiento de pesas: cuando en el mercado debemos de enamorar a la policía gorda encargada de organizar la cola o cautivar a la rechoncha del consejo comunal, que distribuyó las bolsas a sus amigotes y nos obligamos a echarle un ojito para recibir esas dádivas alimenticias.

• Natación: el cronómetro se inicia en el instante que llega el agua y debemos bañarnos aceleradamente, además de asear la casa, llenar envases y palidecer en demasía, pues el vital líquido tarda más de una semana en arribar al hogar.

• Nado sincronizado: el mismo del anterior, pero compartido con los miembros de la familia, quienes deben al mismo tiempo saldar su suciedad con la exigua agua.
• Atletismo: están robando en la esquina al vecino y debemos echar una carrera veloz e histórica para que no nos quiten el celular o la vida.

• 110 metros con vallas: el mismo del anterior, aunque en la corrida para evitar el robo, se interpone un muro o bajareque.

• Tiro olímpico: cuando en el asalto pudiste esquivar el pepazo en plena plomazón.
• Triatlón: estos tres deportes consisten en comer, pagar los servicios y la educación de los niños con el mismo sueldo.

• Lanzamiento de disco: cuando el cantante, por más que promocione sus canciones, no pega porque la gente está pendiente de comer.

• Maratón: ha llegado arroz, pasta y azúcar. A correr todo el mundo, que los bachaqueros van llegando con su enorme comitiva y llenan la cola en un santiamén.
Venezuela tiene la terrible medalla de oro de la indignación, al ostentar la mayor inflación del mundo y la desfachatez en el nivel más elevado del descaro. Todos esperamos con ansias la gran ceremonia de clausura y finalizar de una vez, con esta insensatez política que ha llevado a la ruina a la nación más hermosa del continente.




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