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Las exigencias morales del ejercicio del poder
Asumir el poder como simple consecuencia de un proceso electoral, e imponerlo, sin más, sin ninguna consideración de trascendencia espiritual, moral, humana, social, equivale a la actitud de los déspotas de la antigüedad.
Juan José Bocaranda E. | jjbocaranda@gmail.com

11 Ene, 2018 | El poder no vale por sí solo. No se justifica a sí mismo. Lo justifica el acatamiento a las exigencias morales relativas tanto los fines que lo impulsen, como a los medios que se seleccionen para ejercerlo.

Asumir el poder como simple consecuencia de un proceso electoral, e imponerlo, sin más, sin ninguna consideración de trascendencia espiritual, moral, humana, social, equivale a la actitud de los déspotas de la antigüedad, que hacían reposar la justificación del poder en la punta de sus espadas, sin detenerse a pensar en las consecuencias ni en la forma de ejercerlo, como si la conquista del poder otorgase privilegios y eximiese de deberes.

Aun cuando la Constitución no lo dijese que sí lo dice en atención a la esencia de los derechos humanos, todo gobernante debe obrar bajo un conjunto de exigencias morales que desembocan en el principio del buen uso del poder.

Conforme al principio del buen uso del poder -lo hemos anotado en incontables oportunidades-, todos los funcionarios están obligados a encaminar y dedicar su autoridad, a la realización del bien, fin medular del Estado Ético de Derecho en que se convierte todo Estado desde el momento en que consagra en su legislación los derechos humanos.

Y no hay pretexto ni evasión posible al concepto de “bien” que exige el Principio Ético Constitucional: se trata de todo aquello que redunde a favor de la dignidad humana; lo que pueda contribuir al progreso del ser humano, desde el ámbito espiritual y moral, hasta el cultural y el material. Lo que contribuya a elevarlo, a enaltecerlo. No a hundirlo.

No a envilecerlo. No a degradarlo. No a enlodarlo ni reducirlo a la esencia de la mera animalidad.

Cuando los funcionarios desvían estos cometidos, cuando caen en el abuso y en la prepotencia; cuando se convierten en simples ganapanes del enriquecimiento ilícito y de la corrupción; cuando maltratan, arrebatan y se esconden tras el parapeto del cargo, juzgándose intocables; cuando se dan el lujo de apoderarse del dinero público “porque sí”; cuando abusan porque suponen que todo seguirá igual, sin “día del juicio”; cuando utilizan para el mal y para satisfacer sus intereses personales o de grupo, los medios, los recursos y la condición que les ha sido conferida para realizar el bien, desnaturalizan los fines fundamentales del Estado y se convierten en delincuentes morales.

Lamentablemente la delincuencia moral pasa desapercibida, mientras la ley penal queda reservada a los tontos, únicos que van a la cárcel, desgraciadamente.




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