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25 de abril de 2024





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La habitación de los lirios y la de las cayenas
Hoy desperté primero que los gallos, /como una sala desnuda esperando habitarse de descuidos y terquedades.
JUAN ORTIZ

26 Nov, 2019 | I

La habitación de los lirios

Allí amanecía con los gallos a las tres de la mañana,

ella llegaba un poco antes,

desde distintos caminos,

a recoger las cenizas para armarnos de nuevo.

Mi esperanza siempre era esperar que el mundo se quedara en el ventanal,

aprisionado,

para salir por la puerta y ver que encontraba,

adónde más podía ir.

De vez en cuando un caballo pastaba los libros que alguna vez quise escribir en la esquina que aguarda mis desvaríos,

luego se iba volando a la otra habitación donde alquilaba un buen hombre taciturno

invadido por cayenas cada vez que un pescador se perdía en alta mar.

Sus paredes venían a mí a pedir consejos,

"¿Cómo hacer para resistir los años

y seguir con los huesos dentro,

con la piel tan dura,

con esos ojos de muralla infranqueable que no dejan ver el alma?",

me preguntaban;

metía mi mano en sus sienes,

lejos,

hasta la gravilla,

soltaba un hombre,

un árbol,

una serpiente,

una mujer

y eso era todo.

Aunque el ventanal era grande como para contener el mundo

—como un desvelo junto a un cuerpo que no se ama—,

nunca cupo allí la ranchería que me trajo,

por eso me fui.

Más allá un lirio,

de una isla,

de una paraulata en vuelo curioso,

hay un lugar de árboles en duelo,

ve y llora con ellos,

duerme un poco,

luego despierta en asombro,

como decapitado,

con el cantar de los gallos negros en la madrugada.

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II

La habitación de las cayenas

Hoy desperté primero que los gallos,

como una sala desnuda esperando habitarse de descuidos y terquedades.

Desperté

y ella seguía allí,

dormida en otro cuarto con los dedos solos volviéndose sangre,

pensando en lo imposible de un mundo que comience solo cuando una bestia cante

y en un hombre que viva en él.

También ella cantó su gemido,

para arrebatarme la vida con sus mares primordiales.

Cantó,

y las paredes se agolparon a escucharle,

como orquesta de hombres planos de hierba blanca a los que luego arrastraría la lluvia.

Giré un poco cada cierto tiempo por la sal en mí,

por el recuerdo anciano de aquellos días de ovaciones y banquetes cuando el hambre era el signo zodiacal de la calle

y un dedo era el sol de los desvalidos en una caja.

Giré,

di vueltas en mí,

estático,

como un satélite apagado lleno de escombros.

Quise sacar el mar y su noche,

pero la puerta era estrecha y ella estaba allí,

al lado,

durmiendo otros mundos

y si la despertaba acabaría con ellos y su gente.

Los gallos han llegado de nuevo,

un cuerpo de nieve persiste en sus soledades,

en sus estructuras escarchadas,

tristes;

si me acerco vendrá la primavera,

los incendios en la hierba seca,

el diluvio,

las arcas,

quizá un niño y moriremos,

se acabará todo.




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