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6 de mayo de 2024





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Paraguachoa y su Museo Fernando Cervigón
Es un lugar de providencias y bendiciones en el que todo viajero o visitante es tocado por la divinidad de sus aguas. Imponderable es la fuerza que afinca al ciudadano del mundo a la juglaría de sus playas, al esplendor de unos paisajes siempre inéditos.
Ramón Ordaz | rordazq@hotmail.com

30 Nov, 2017 | Paraguachoa, todos saben lo que significa: Una tierra rodeada de agua en la que saltan, juegan, bailan al ritmo de las olas miríadas de peces de los más espectaculares colores y tamaños. ¿Miríadas? Sí, como miles, como incontables peces embriagados de ser lo que son, peces, fieles y constantes con esa naturaleza que los convierte en cardumen, en ardentía, en bonanza que explaya en el litoral el magnánimo gesto con que exhibe el mar su pan. Una argentada manifestación de vida que se vierte en los agajes y maras como hostias, panes de redención en el fogón insular. Digo fogón, usted puede decir cocina, astillero o paladar.

Paraguachoa es nombre que en tiempos remotos expertos navegantes salidos del Orinoco trajeron a nuestra isla. Pudo haber sido ayer, y tres mil años apenas son una consonante que estrecha el frágil corazón vocálico de “Cuagua”, póngale usted la b para ir a Nueva Cádiz, a Cubagua. Esos antepasados nuestros nos dejaron flotando en pizarras de nácar, escribiéndole al viento, porque, tal vez, un día, uno de nosotros contaría la historia. De haber tomado tanto el “Elixir de Atabapo” nuestra humanidad se desdobla, se desmaya, casi al amanecer, para que un nuevo sol acredite su sombra en la sombra que fuimos, y los seres que emigran, ¿huyen?, como Leiziaga vuelvan algún día a la isla. Cervigón está allí, en la Piedra grande que es Cubagua y en la misma travesía está Punta de Piedras.

Paraguachoa es un lugar de providencias y bendiciones en el que todo viajero o visitante es tocado por la divinidad de sus aguas. Imponderable es la fuerza que afinca al ciudadano del mundo a la juglaría de sus playas, al esplendor de unos paisajes siempre inéditos. Las virtuosas potestades de los primeros hombres que llegaron y la poblaron asentaron un gentilicio que la hizo universal, la convirtieron en lecho y techo del trashumante en busca de refugio para recrear las grandezas y misterios de sus latitudes.

Seducido por las deidades guaiqueríes, Fernando Cervigón se sumó con cuerpo y alma al altar mayor de nuestro mestizaje. Su comunión con la tierra insular es radical. Como margariteño envidio su libro “Paraguachoa”; hubiera querido escribirlo yo, pero Cervigón, tensando su alma de pescador ancestral, en un transporte de entidades guaiqueríes nos describe con limpia poética la flora, la fauna y las costumbres de la gente insular en la que deja patente una nostalgia del terruño que hizo suyo. Nostalgia que compartimos y hacemos nuestra porque, no habiendo nacido aquí, el científico y poeta nos vierte en sus páginas esa Margarita del pasado con deslumbrantes pinceladas de amor y ternura que no deja de asombrar a quienes la vivimos. En las páginas que dedica a los niños de Paraguachoa está retratado, una vez más, su condición de Maestro. Larga vida a su Museo, don Fernando.




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