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Bekaa: más de un valle
Entro al restaurante de mi tío, pido un knafe y mi lengua -bañada de queso con caramelo- más de una vez se paraliza para degustar más y más tanta felicidad. Al verme, la sonrisa de mi tío sube hasta sus ojos que me dicen que comprenden -en su totalidad- mi gozo.
Dalal El Laden / http://dalalelladen.blogspot.com / Facebook: Vereda anónima.

28 May, 2016 | Ghaza, El Valle del Bekaa, 26 de mayo de 2016.

-¡Sitti bi tlet talef, sitti bi tlet talef! –¡seis por tres mil, seis por tres mil!, anuncia el vendedor, idéntico al muchacho en la portada de mi viejo libro sobre los fenicios.

Es jueves. A Ghaza hoy le toca el mercado. Pienso en las ciruelas, los duraznos, las moras y se me hace agua la boca. Llego y los pollos, las palomas, los patos, desde sus jaulas, suspiran -aliviados- al saber que no serán mis manos las próximas en llevarlos al sartén.

-Seis medias por tres mil liras (dos dólares). Qué increíble -¡y qué bueno!- que en Líbano, un país que ha vivido tantas guerras, la moneda esté tan estable. Desde hace más de treinta años, un dólar equivale a mil quinientas liras –camino con mi monólogo mientras escucho otra oferta: treinta huevos por tres mil.

Veo -además del sinnúmero de frutas, verduras, dulces, especias, ropa, zapatos, vajillas, material de ferretería (todo importado de China y de Turquía)- la montaña de jabón y de champú -de todos los tamaños y todas las marcas- y el nudo en mi garganta baja a mis piernas, deteniendo mis pasos.

-¡Marhaba! –el efusivo ¡hola! de mi tía revive mi marcha, llevándome a su encuentro junto a los pepinos. Evocamos mi infancia y su juventud en las playas de Margarita, al mismo tiempo que afirmamos: todo pasará, Venezuela.

A la salida del mercado, una joven pareja, tomada de la mano, me recuerda mi película de amor favorita: los dos, riéndose, casi corriendo, hablan, disfrutan sus helados… Pienso en el de almendras que comí anoche, y de nuevo se me hace agua la boca.

Entro al restaurante de mi tío, pido un knafe y mi lengua -bañada de queso con caramelo- más de una vez se paraliza para degustar más y más tanta felicidad. Al verme, la sonrisa de mi tío sube hasta sus ojos que me dicen que comprenden -en su totalidad- mi gozo.

-Sobrina, ayer dejé mi teléfono en aquella mesa y nadie lo tocó. Allí estuvo más de media hora. La seguridad, vivir tranquilos, no tiene precio. Es lo que todos, en cada rincón del mundo, merecemos.

Salgo del local con las palabras de mi tío y vuelve el nudo en mi garganta, al que de pronto espantan los innumerables disparos unidos a la interminable fila de vehículos que con sus bocinas festejan a los recién casados.

-Qué increíble -¡y qué malo!- que sigan con esa costumbre. No han bastado las muertes (debido a balas perdidas) de inocentes para dejar atrás esta absurda tradición –otra vez camino con mi monólogo mientras veo que todos estos carros se estacionan al frente de mí y escucho otro disparo: ¡increíble!

Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, veo a la mima joven pareja y, aunque en mi memoria persiste su todo brillo que me lleva a mi película de amor favorita, mi realidad insiste en también gritarme sus latidos vueltos susurros:

-Qué extraño que mi papá no me contesta.

-Sí, pero no te preocupes, estoy seguro de que está bien, vas a ver que te llamará.

-Mi papá en Siria. Mi mamá y mis hermanos en Jordania. Nosotros en Líbano. ¿Qué vida nos tocó?

Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, se me acerca un niño, quien pide para un pan. Le doy el kaeek que no comí con el knafe y que guardo en esta bolsa. El pequeño cruza la calle. Lo alcanza quien pudiera ser su hermano menor. Se sientan sobre un caucho olvidado sobre la acera. Comparten el pan. Aún a dos pasos del restaurante de mi tío, suena mi teléfono celular. Me preguntan por mi día y si he comido bien. Es mi papá.




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